Cuando Jeanette Winterson
le explicó a su madre que estar con su pareja, otra mujer, la hacía
feliz, esta, tras una breve pausa, le contestó: ¿por qué ser feliz
si podrías ser normal? Y se lo dijo en serio. Vivimos un tiempo de
incertidumbre, sin exagerar. Entender la normalidad es aceptar que la
normalidad no existe; ni vieja, ni nueva. La normalidad, en todo
caso, sería como la estadística, engañosa. Decía uno que él
bebía lo normal. Dice un filósofo (en una entrevista) que la
humanidad cambia, pero lo hace tan despacio que en una generación no
se aprecia la diferencia. Estos tiempos son propicios para que nos
pongamos nerviosos y anhelemos, aun más, respuestas a la pregunta. Me
refiero a la pregunta por excelencia, nuestra pregunta; la pregunta
que se ha hecho la humanidad desde la aparición del lenguaje: ¿Qué
coño hacemos aquí? Esta pregunta primigenia es la causa de nuestra
ansiedad, la ansiedad vital, la ansiedad de fondo del ser humano.
Para calmarla están las religiones, y para casos más
agudos, o más excéntricos, están las sectas, los gurús, las
técnicas de meditación, el hare krishna, la cienciología, el yoga y
eso que estás pensando. Por desgracia, la ansiedad no se quita
nunca. Eso sí, mientras tanto estamos entretenidos. Pensando,
vagamente, en ello, me parece que hay un campo, una técnica, una
afición, un arte, que puede contener a todos los (precarios)
remedios anteriores. Con una ventaja, no promete nada. La ansiedad
vital no desaparecerá nunca, aceptado, pero disponemos de un buen
paliativo: la literatura.
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