martes, 15 de diciembre de 2020

En las nubes

“No he visto la película, pero me gustó mucho más no haber leído el libro”, fue un comentario que me hizo gracia. Se refería a “50 sombras de Grey” y me sentí plenamente identificado. Ahora se podría decir lo mismo de alguna que otra serie. Se cuenta que, en el crack del 29, Rockefeller vendió todas sus acciones cuando supo que los limpiabotas invertían en bolsa. Por esa regla de tres, este debe ser el momento de deshacernos de todas las series antes de que nos exploten en las manos (o en el cerebro), ya que no se habla de otra cosa. Igual salvaría esas de seis u ocho capítulos que pueden ser el medio ideal para adaptar una novela al lenguaje audiovisual. Las buenas, digo. Se podría optar entre leer el libro o ver la serie, con idéntica inversión en tiempo. El libro tiene una ventaja, se puede tocar, cuando se va la luz sigue ahí (y cuando te despiertas también). Los nativos de este siglo no son conscientes de que no vivimos en el mundo real, físico, sino en una ficción informática. Me he dado cuenta al encontrar en el fondo de un cajón un extraño mamotreto de hojas finas. Era una guía telefónica. Este antiguo artefacto servía para saber cuanta gente con tu mismo apellido había en la ciudad. Leerla no era tan aburrido, allí aparecía todo el mundo con su nombre y dirección, además del número; fijo, muy fijo. Unos datos confidenciales que se suministraban por las buenas, sin complejos; ni tan siquiera había que aceptar las cookies. A la modernidad líquida le ha sucedido esta postmodernidad gaseosa. Casi todo está en la nube, una expresión de lo más adecuada. En mi inocencia veo claro que todo esa información y desinformación, todos esos giga-terabytes que flotan en el aire, algún día desaparecerán, arrastrados por el viento del progreso o del retroceso; lo que llegue antes.

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