lunes, 26 de octubre de 2020

La inauguración

Pablo siempre ha pintado. De hecho quiso hacer Bellas Artes, pero su padre, el indomable, no lo permitió. A dónde vas pintando, eso lo puedes hacer como afición; porque Pablo eres, pero Picasso, no creo. Así que hizo derecho, como él. El indomable tiene ahora ochenta años, y todos los días sale a la calle con sus muletas igual de indómito. Va a venir a la exposición. Es que Pablo expone, al fin, sí; aunque sea porque el concejal de cultura es un amigo y el fin benéfico, pro-refugiados. Ya sabe que no es Picasso, ni falta que le hace; es pintor, pinta como respira, lo necesita. El idiota de Ramón, treinta años de compartir bufete, le dijo ayer, cuando le invitó a la inauguración, “ah, ¿pero sigues pintando?”. No sigo, Ramón, pinto, y pintaré hasta que me muera. Hay bastante gente y mientras saluda, de forma mecánica, a unos y a otros piensa que esos cuadros son él. Esos cuadros no es que los haya pintado, los ha parido, los ha tenido que pintar para poder seguir vivo. La gente le felicita; Guinea, el presidente del colegio de abogados, le ha dicho, “qué fuerza, qué vida tienen”; y Clara, la esposa, “nos llevaremos uno, me encantan”. Ramón, aguafiestas, le dice al oído, “oye Pablo, pero no hay dibujo, ¿no?”. ¿Dibujo?; él no dibuja, él siente, crea. Alguien comenta, una vez más, que comprar arte, además de su valor intrínseco, es también una buena inversión. Pablo va un momento al baño; está algo nervioso, por el indomable, que llegará en cualquier momento. Mientras se lava las manos oye por un ventanuco la voz de Guinea que dice, camino de la salida, “y ahora, ¿qué hacemos con este engendro?”.

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