viernes, 9 de octubre de 2020

Corzos

A veces veo corzos. El año pasado, en septiembre, calculo que vi unos ocho, de uno en uno y alguna vez dos. Siempre en movimiento, huyendo de los humanos. En general te sienten antes que tú a ellos. Uno se cruzó en la carretera y pensé (iba en bici) solo me falta darme con un corzo. No, lo esquivaría. Claro que no siempre los esquivan. Este año, este septiembre, también he visto corzos, pero menos. El primero fue un bulto más bien pequeño en el arcén. Un corzo muerto, atropellado. Peor fue el siguiente, un corzo herido en la cuneta. Echado inmóvil, con la cabeza levantada, mirándome, los ojos mansos y tristes, o me lo parecieron. Se apreciaba una mancha oscura en los cuartos traseros, sería sangre. Me pregunté que sentiría y, hasta donde sea que los corzos piensen, qué pensaría. No podía andar y esperaba estoico, paciente, resignado; esperaba... ¿qué? Pensé si podía hacer algo, avisar a alguien. Igual había una protectora de animales en el pueblo, a dos kilómetros, me extrañaría. O la Cruz Roja, pero, claro, no están para eso, qué iba a hacer la Cruz Roja. O una sociedad de caza; pero me dirían que corzos sobran, como mucho un cazador le daría el tiro de gracia (de la gracia que no tiene). A la tarde me volví a acordar del corzo herido, no hice nada. Los días siguientes vi otro par de ellos. Uno subiendo ágil por el monte, cuando llegué a su altura ya no estaba a la vista. A finales de mes, sorpresa, vi un zorro. No huyó, se quedó observándome. Los zorros también sienten y, seguramente, piensan. Deben ser más astutos que los corzos, antes de huir valoran la situación. Todavía lo estoy viendo, quieto, mirándome por encima del hombro; la cola abultaba tanto como todo el resto del cuerpo.

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