lunes, 21 de septiembre de 2020

De la (mala) suerte

¿Que no existe la suerte?, ya, mira te voy a contar algo. Un caso en mi empresa, Luis y Miguel, a Luis lo conoces, vive aquí cerca, suele andar con dos perros, la mujer es una delgadita, sí, ese. Bueno, pues él y este otro, Miguel, estaban en el mismo departamento, con la misma categoría. Tenían edades parecidas, eran amigos, colegas. Todo normal, de vez en cuando quedaban a cenar con las mujeres. Lo único que Miguel no tenía hijos, y menos mal. Luis dos, ya sabes, dos niñas. Hace cosa de cinco años, cuando el traslado, van y a Luis lo hacen jefe, jefecillo, coordinador o algo. Tenían la misma antigüedad y méritos parecidos y uno va para arriba y el otro se queda de soldado raso, y ya con la impresión de que de ahí ya no se mueve. Miguel agarró un mosqueo del quince, no pudo asimilar que Luis ahora era su jefe, ya ni amigos ni leches. Miguel cumplía a regañadientes y a despotricar a espaldas del otro. Estaba amargado y, por lo visto, en casa insoportable, la mujer acabó dejándole. Solo en casa cuatro. Empezó a salir por la noche, una huida hacia adelante. En una discoteca conoció a una chica dominicana. Que fuera dominicana es lo de menos, eh, podía haber sido de cualquier sitio. Al principio todo muy bonito, alegre y cariñosa, qué maravilla. Ya pareja, le cuenta sus proyectos: que quería abrir un local de manicura, pero, claro, necesitaba algo de dinero. Miguel no tenía dos duros, con la pensión a su ex y eso, pero va y pide un préstamo, hipotecando el piso. Así que le ingresa el dinero, no sé cuanto, y justo entonces la dominicana le dice que su madre se ha puesto muy enferma y que tiene que ir verla. A Miguel se le debieron poner las orejas de punta, pero todo sea por el amor, va y le paga el avión, encima. Al cabo de un par de semanas la dominicana deja de contestarle las llamadas. A Miguel le entró una depre de caballo y tuvo que coger la baja. Poco después, casualidad, entro a tomar un café en un sitio, en el que no había estado nunca, y a quién me encuentro, a Miguel. En todos los años en la empresa nunca habíamos pasado del buenos días y del partido de ayer, pero me ve y me viene a saludar. No sabía que decirle, claro. Él no entró en detalles pero de repente se pone a llorar. Tierra trágame. Salí del paso como pude, que seguro que pronto estaría mejor y a ver cuando nos veíamos en el trabajo. Unos meses después me contó Rafa, el delegado sindical, que, además de la depresión, Miguel tenía una enfermedad ocular y que se estaba quedando ciego. Me dice: este ya no vuelve a trabajar. Ah, y que había perdido el piso y ahora vivía con la madre.

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