sábado, 5 de febrero de 2022

La guerra de los inocentes

    De niños jugábamos a la guerra y a todo el mundo le parecía bien. No tendría más de seis o siete años cuando por no se qué desarrollo de los acontecimientos los chavales algo mayores se prepararon para dar la batalla a una expedición procedente de otro barrio. Uno de nuestros capitanes era mi primo F. Los jefes enemigos eran Pacho y un primo suyo que había venido a pasar unos días con él. A Pacho lo conocía porque sus padres tenían una taberna. Era una taberna de las de antes, un local oscuro en los bajos de una casa antigua donde se servía vino y poco más.
    Los mayores improvisaron escudos de cartón y espadas de madera. Los de mi edad asistíamos como simples observadores. Sentí algo de envidia por no participar y al mismo tiempo curiosidad por saber en qué acabaría todo, cómo se sabría quién era el ganador en una pelea incruenta como la que se preparaba. La inocencia de los contendientes era conmovedora, nadie pretendía hacer daño. El objetivo no era golpear al rival, sino chocar las espadas, los combatientes ponían todo su cuidado de que no se escapara ningún mal golpe.
    Tengo un recuerdo confuso del encuentro en sí. No debió dejar mal sabor de boca porque al cabo de unos días se organizó una expedición para devolver la visita. Pertrechados los mayores con el precario armamento y con los más pequeños de nuevo como extras sin frase fuimos todos al barrio de Pacho. Lo encontramos sentado en unas escaleras, cabizbajo y melancólico. No había nadie más a la vista. Nos informó como excusándose de que su primo ya no estaba, se había vuelto a su casa. Tras unos momentos de desconcierto la partida se disolvió con cierto aire general de desencanto.

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