miércoles, 1 de noviembre de 2023

El poder extraordinario... (2)

    La gran superioridad de lo escrito sobre lo dicho es que la letra permanece y se puede clonar hasta el infinito. Lees una frase y te puedes detener, pensarla y volver a leerla, la puedes paladear. Y la captas a la primera porque la estás viendo con todas sus letras; en cambio, no siempre entendemos lo que se nos dice, porque el otro habla bajo o masculla o lo que sea.
    Otra ventaja, que si no siempre se da a menudo, consiste en que lo escrito ha sido previamente sopesado, meditado, tamizado, trabajado con mimo, frente a la espontaneidad del habla (que de todas formas también se puede conseguir escribiendo). También hay un factor económico: un texto se lee en silencio en menos tiempo del que se tarda en voz alta.
    Las carencias, sin embargo, siguen ahí; nadie es perfecto, la palabra escrita tampoco. Por eso está bien que un autor lea su texto en voz alta. Con eso podemos alcanzar, si el lector se esmera, la excelencia en la trasmisión natural de palabras. Porque esta vez no se trata de un discurso espontáneo sino de párrafos previamente cincelados por la escritura. Nos vamos acercando a la trasmisión ideal. Para conseguirla, parece obvio, habría que utilizar los dos sentidos, escuchar el texto y antes o al mismo tiempo o después leerlo. Leerlo todas la veces que queramos. Dos veces es el mínimo recomendado. O si no te interesa mucho el tema, una vez siquiera. O, bueno, no seamos talibanes, si no quieres no lo leas, tú te lo pierdes.

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