El año 480 antes de
Cristo Jerjes, rey de Persia, cruzó el Helesponto con su ejército.
Entonces aquello era el centro del mundo, más o menos. Lo que venía
era la segunda guerra médica; las Termópilas, el saqueo de Atenas,
la batalla de Salamina. Todo lo cuenta Heródoto, que había nacido
cuatro años antes. A Heródoto le han llamado “padre de la
historia” y también “padre de las mentiras”. Su ventaja era
que la Historia acababa de empezar. Cuando escribe su crónica
habrían pasado unos treinta años del cruce, suficientes para que
nada que escribiera fuera del todo fiable. De Jerjes no podemos decir
mucho, aparte de que era un ser humano. Heródoto cuenta dos sucesos
en especial que, quién sabe, pueden hasta ser ciertos en su esencia.
El primero es cuando la furia del mar deshizo un primer puente hecho
a base de barcos para cruzar los Dardanelos. Jerjes, ofendido, mandó
ejecutar a los responsables de la construcción y extendió el
castigo al mar, ordenando la administración de trescientos latigazos
a las aguas. Un desatino, pero que cobra sentido si pensamos en
aquellos tiempos de dioses, tumbas y sabios. Terminado el nuevo
puente Jerjes quiso ver su ejército desplegado antes del cruce y
para ello se sentó en un trono de mármol en lo alto de una colina.
La preparación de la campaña había llevado cuatro años y allí
había tropas de todas partes, incluida la misma Grecia. Pudieron ser
cien o doscientos mil soldados, con caballería y hasta camellos. A
la vista de la impresionante concentración y también de la flota,
Jerjes expresó su deleite y satisfacción y tras unos minutos,
sostiene Heródoto, lloró. Su tío Artabano, que debía ser el único
que se atrevería a hablarle tan directamente, le preguntó cómo es
que lloraba en una ocasión tan memorable. Jerjes contestó que de
pronto había sentido lástima por todos aquellos hombres al darse
cuenta de la brevedad de la vida y de que en cien años ninguno de
ellos estaría vivo.
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