—¿Su novia? —
le pregunta el sobrino.
—Ah, eso es información
confidencial, y novia... no seas tan anticuado.
La tía Mari, una antigua
moderna, piensa el sobrino, y añade
—Son
pareja entonces.
—Como la escuadra y el
cartabón —le contesta
la tía al sobrino, que soy yo y que se queda pensativo. La chica
americana, no hay más datos. Americana de los Estados Unidos, si no
hubiera dicho la mexicana o la argentina. Ventajas de dominar el
mundo, de momento. He leído que hay sesenta millones de chinos
estudiando piano, supera eso Tío Sam. A la tía Mari y a mí nos
gusta que Pedro tenga una amiga o una novia o una lo que sea pero
americana. Me imagino una rubia espigada, desenvuelta, probablemente
natural de Iowa. “Técnicamente perfecta, como la mujer americana a
los treinta y cinco años” decía uno. Creo que era americana la
que una vez en la calle me preguntó por una dirección. Me quedé
mirando al horizonte, pensando en el camino más corto y también, lo
reconozco, en que igual se había dirigido a mí por alguna razón
especial. Cuando me volví para contestarle ya le estaba preguntando
a otra persona. Son muy resueltas. Pero la rubia americana es un
cliché, podría ser negra, why not? No negra, negra como Michelle
Obama sino café con leche como Whitney Houston. Qué guapa era
Whitney, por dios. No se podía ser más guapa. Nariz respingona,
ojos achinados, piel de melocotón (intuyo) y encima cantaba. Ahora
parece que hace actuaciones virtuales, no hace en realidad. La mala
vida y la droga. O, en plan vehemente, la puta droga.
—Habla bien que no
cuesta nada —diría la
tía.
—Es que me puede el
corazón —contestaría
el sobrino.
—Ay, el corazón, es
cosa de familia, a veces nos pierde el corazón —piensa
la tía Mari y el narrador lo escribe porque es omnisciente, todo lo
sabe y cuenta lo oportuno, y si lo hace mal es un falso profeta; pero
si lo hace bien... si lo hace bien es Dios.
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