sábado, 3 de junio de 2017

Tres por cuatro

Comentaba hace poco que un paso importante en el ciclo evolutivo fue cuando nuestros antepasados se irguieron, pasaron de estar a cuatro patas a mantener el equilibrio sobre dos. El siguiente paso decisivo fue sin duda cuando aquel homo erectus se sentó. Descansó sus posaderas (aún no conocidas como tales, ya que precisamente entonces estrenaban tal función) sobre un tronco o una piedra. Al sentarse mejoró la capacidad de pensar (como reflejó mucho más tarde Rodin), y pensando, pensando alguien inventó el taburete. Ya el hombre (o la mujer, que es más lista) podía sentarse donde le viniera en gana. El taburete tenía tres patas, claro. Con tres patas el equilibrio estaba garantizado en cualquier terreno (y en aquellos tiempos la horizontalidad no era una cualidad que se prodigara en los suelos habitados). Ya hecho todo un homo faber, un protocarpintero, pronto surgió otro invento complementario, la mesa. La mesa de tres patas, la mesa que no cojea nunca (en todo caso vuelca). Y luego, en algún momento impreciso (yo estoy en que fue durante los años oscuros de la edad media, entre la caída del imperio romano y el renacimiento) apareció la mesa de cuatro patas... La mesa que cojea. ¿Por qué?. ¿Es solo un paso atrás momentáneo en la evolución?. A los defensores de la mesa de cuatro patas les diría que si fuera perfecta no habría que calzarla. ¿Hay algo más desagradable que ir a sentarse en la terraza de un bar y que al apoyarse levemente en la mesa (sí, de cuatro patas) tiemble todo y el café desborde la taza y caiga al platillo y humedezca el sobre del azúcar y forme un pocillo que moje la parte inferior de la mencionada taza, de modo que al levantarla y acercarla a la boca para beber, gotee el café sobre la pechera de tu hasta ese preciso momento inmaculada camisa blanca?.

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