Nunca me ha cuadrado que
en el evangelio Jesús se mosqueara en el templo y arremetiera contra
aquellos comerciantes. La ira divina, dicen, pero al fin y al cabo
solo se estaban ganando el pan cambiando moneda y vendiendo ganado a
precio de mercado. ¿Tan fácil se faltaba entonces al respeto a
Dios? La verdad, me vienen a la cabeza muchas situaciones en las que
vería más disculpable una reacción airada. No sé si hay algún
otro pasaje de ese cariz en el Nuevo Testamento. Como
contrapartida dicen que hay tres momentos en los que Jesús llora.
Eso sí lo puedo entender. Las mentalidades cambian, las opiniones
son de todos los colores (recuerda que hay tantas como culos) y dos
mil años después la ira sigue teniendo partidarios. ¿No es un
disparate? Enfadarse es humano, pero no es práctico, no resuelve
nada. Enfadarse es volver a la infancia, ser niño otra vez y
recurrir a la pataleta. Algunos parece que mantendrán ese espíritu
hasta la misma hora de la muerte. Espero que no me pase. He creído
ver en mí una (lenta) evolución. Ante los dramas de la vida cada
vez siento menos ira y más tristeza. Reivindico la tristeza como un
refugio para el alma. La pacífica, compasiva, solidaria tristeza que
me acompaña cada día (y a la que saludo al despertarme, bonjour
tristesse). Tanto derecho tenemos a buscar la felicidad como a
refugiarnos en la tristeza. Quiero despojar a la ira de su disfraz de
santa, cubrir con él a la tristeza y nombrarla sagrada. Que sea la tristeza sagrada y no la ira ni el deseo de venganza la que nos guíe.
Ante la crueldad del mundo me propongo contar hasta diez antes de nada,
guardar un minuto de silencio, acogerme a sagrado, a la sagrada
tristeza.
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