Si me hubieran preguntado, que ya sé que no, habría propuesto otro título distinto a “Mis cambios de opinión” para el libro “Changing My Mind” de Julian Barnes; uno que hubiera evitado la resbaladiza y, a menudo, tóxica palabra (opinión) y también el “mis” que no deja de ser un subrayado egocéntrico que no me cuadra con la personalidad del autor. Lo he pensado un poco y el título que elegiría es “Cambiando de idea”.
Escrito esto, me he encontrado con que en 2009 Zadie Smith escribió un libro con el mismo título. Se tradujo al español como “Cambiar de idea” (uy, por poco); Aixa de la Cruz, por cierto, publicó, directamente en castellano, otro titulado también “Cambiar de idea” en 2019. Lo gordo es que ambos los había leído pero no me he acordado hasta tropezar con una referencia.
Conclusiones: todo indica que “Mis cambios de opinión” no es el título más adecuado para la edición en español del libro de Julian Barnes; y, por otra parte, confirmo una vez más, y sin ninguna satisfacción, lo mediocre que es mi memoria.
Duroderroer
...with no particular place to go.
martes, 21 de octubre de 2025
sábado, 18 de octubre de 2025
Opiniones, las justas (2)
Esa palabra —que me causa cierto malestar interior— es “opinión”. Si te fijas no está en el título original, que alude a cambios “en la mente” (Changing my mind es una construcción inglesa que no admite una traducción literal). “Opinión” es una palabra que existe tal cual en inglés, opinion; mi duda, mi sospecha, es que si Barnes no la utiliza, si no ha optado por un Changing my opinions, tal vez sea porque las dos oraciones no significan lo mismo.
Las opiniones son un problema. Opinar es libre y suicida. Las opiniones las carga el diablo. Les tengo manía a las opiniones, no sé si se nota. Por lo general, las consideradas opiniones no pasan de ser simples impresiones, huellas en la arena que se borran con la marea. El concepto se ha banalizado y la palabra ha perdido el decoro.
No tengo nada en contra de las opiniones, digamos, justas; las de alguien que medita y mide sus palabras antes de hablar, o escribir. Pero en este sálvese quien pueda mediático en el que vivimos son algo muy raro. Lo habitual, lo desmoralizador, es lo contrario, que cualquiera diga lo primero que le pasa por la cabeza y que tantas veces es una barbaridad. Respeto principios y convicciones, pero recelo muy mucho de las opiniones; prefiero hablar de pareceres, reflexiones, pensamientos o puntos de vista.
Las opiniones son un problema. Opinar es libre y suicida. Las opiniones las carga el diablo. Les tengo manía a las opiniones, no sé si se nota. Por lo general, las consideradas opiniones no pasan de ser simples impresiones, huellas en la arena que se borran con la marea. El concepto se ha banalizado y la palabra ha perdido el decoro.
No tengo nada en contra de las opiniones, digamos, justas; las de alguien que medita y mide sus palabras antes de hablar, o escribir. Pero en este sálvese quien pueda mediático en el que vivimos son algo muy raro. Lo habitual, lo desmoralizador, es lo contrario, que cualquiera diga lo primero que le pasa por la cabeza y que tantas veces es una barbaridad. Respeto principios y convicciones, pero recelo muy mucho de las opiniones; prefiero hablar de pareceres, reflexiones, pensamientos o puntos de vista.
miércoles, 15 de octubre de 2025
Opiniones, las justas (1)
Julián Barnes, decía, o pensaba, durante años para referirme al escritor inglés. Ahora intento pronunciarlo bien, Iulian Barns. Barnes es uno de esos pocos —y espero que selectos— autores que me han acompañado toda la vida, o casi. Me lleva diez años, en enero cumplirá 80, y es como un hermano mayor, aunque él no lo sepa.
Este año ha publicado un libro con cinco ensayos sobre los temas de su vida: la memoria, las palabras, la política, los libros y el tiempo y la edad. Se me ha hecho raro lo de la política, pero resulta que también en eso me gusta lo que dice. En inglés el título del libro es “Changing My Mind”; que en principio, entiendo, se suele traducir como “Cambiando de opinión”, pero que se ha publicado como “Mis cambios de opinión”. Sospecho razones publicitarias en esta traducción, veo un afán de personalizar, de sugerir que se cuentan intimidades del escritor o algo así.
Este año ha publicado un libro con cinco ensayos sobre los temas de su vida: la memoria, las palabras, la política, los libros y el tiempo y la edad. Se me ha hecho raro lo de la política, pero resulta que también en eso me gusta lo que dice. En inglés el título del libro es “Changing My Mind”; que en principio, entiendo, se suele traducir como “Cambiando de opinión”, pero que se ha publicado como “Mis cambios de opinión”. Sospecho razones publicitarias en esta traducción, veo un afán de personalizar, de sugerir que se cuentan intimidades del escritor o algo así.
Ninguno
de esos
dos
posibles
títulos me llena.
El
que menos el segundo, ya
que
“Mis
cambios de opinión” enfatiza,
como
decía,
unos cambios
muy
concretos, personales,
mientras “Cambiando
de opinión” —que
tampoco me convence del todo— es
más neutro
y abarca
el
fenómeno en general de que uno, cualquiera, pueda,
y de hecho deba,
variar su
forma de ver el mundo
a lo largo de los
años.
El problema con estos dos títulos está en una palabra que, supongo, ya has deducido cuál es.
domingo, 12 de octubre de 2025
Identifíquese
Leo porque se me da bien. Con el tiempo le he cogido gusto, es lo bueno de la perseverancia (funciona en cualquier campo). Se empieza a leer para entretenerse, para soñar con otras vidas, para evadirse de esta; se acaba leyendo para seguir entreteniéndose pero también para aprender y para entender. O sea, para hacer lo contrario de evadirse.
Los best sellers son libros que se han quedado en la primera fase de la lectura. A la larga, la bonita es la segunda, cuando lees para conocerte mejor y para conocer a los demás. En la adolescencia, la actitud habitual al leer un libro es la de identificarse con el personaje protagonista, o secundario si no hay otra cosa. Lees pensando que todo aquello te podía estar sucediendo a ti. O sabes que no te sucederá en mil años, pero disfrutas imaginándolo.
En mi caso, ese mecanismo ha funcionado mucho más allá en el tiempo; de una manera instintiva, casi sin darme ni cuenta. Hasta que un día, que no recuerdo cuando fue, me encontré ante la idea de que, según algunas opiniones, leer identificándose con un personaje es un error. Vaya, me estaba gustando la literatura por las razones equivocadas.
Nota: esto de “por las razones equivocadas” me suena a traducción literal del inglés: for the wrong reasons. Tiene que haber una forma más natural de decirlo en castellano.
Esta especie de epifanía me dejó preocupado, pero lo he ido superando. Identificarse con el protagonista, o casi más con el autor, me sigue ayudando a disfrutar de un libro. Hay una cita que repite Leila Guerriero en un artículo sobre Madame Bovary, aka (anglicismo innecesario y broma al lector) la señora Bovary. Dice Guerriero que dice Vargas Llosa (en “La orgía perpetua”) que un libro se convierte en parte de la vida de una persona por una suma de razones que tienen que ver simultáneamente con el libro y la persona. ¿No implicaría esto algún grado de identificación entre ambos?
Los best sellers son libros que se han quedado en la primera fase de la lectura. A la larga, la bonita es la segunda, cuando lees para conocerte mejor y para conocer a los demás. En la adolescencia, la actitud habitual al leer un libro es la de identificarse con el personaje protagonista, o secundario si no hay otra cosa. Lees pensando que todo aquello te podía estar sucediendo a ti. O sabes que no te sucederá en mil años, pero disfrutas imaginándolo.
En mi caso, ese mecanismo ha funcionado mucho más allá en el tiempo; de una manera instintiva, casi sin darme ni cuenta. Hasta que un día, que no recuerdo cuando fue, me encontré ante la idea de que, según algunas opiniones, leer identificándose con un personaje es un error. Vaya, me estaba gustando la literatura por las razones equivocadas.
Nota: esto de “por las razones equivocadas” me suena a traducción literal del inglés: for the wrong reasons. Tiene que haber una forma más natural de decirlo en castellano.
Esta especie de epifanía me dejó preocupado, pero lo he ido superando. Identificarse con el protagonista, o casi más con el autor, me sigue ayudando a disfrutar de un libro. Hay una cita que repite Leila Guerriero en un artículo sobre Madame Bovary, aka (anglicismo innecesario y broma al lector) la señora Bovary. Dice Guerriero que dice Vargas Llosa (en “La orgía perpetua”) que un libro se convierte en parte de la vida de una persona por una suma de razones que tienen que ver simultáneamente con el libro y la persona. ¿No implicaría esto algún grado de identificación entre ambos?
jueves, 9 de octubre de 2025
Esta mañana temprano
Es difícil contar algo original sobre la naturaleza. Pero a veces me digo: si hay escritores que se pasan páginas y páginas describiendo los matices de la luz en su jardín, por qué no voy a hacer yo algún comentario de vez en cuando. Ayer, la tarde fue cálida, para octubre, y al anochecer el reflejo del sol en las nubes, que oportunamente se habían colocado hacia el oeste, nos regaló un atardecer rojo.
Como no espabilo, saqué unas fotos con el móvil, pero lo cierto es que el resultado no fue satisfactorio. El cielo está muy bonito, oí que decía una vecina. Eso me hizo pensar que hay gente que no lo aprecia, que es bastante indiferente a estas cosas y la verdad es que no me atrevo a censurarlo.
Hoy me he levantado a las seis y cuarto, y después de desayunar —lo primero es lo primero— he salido a ver qué temperatura hacía. Se veían bastantes estrellas. Aquí la tentación es escribir que el cielo estaba cuajado de ellas, o algo así; pero quiero ser riguroso. Aún era de noche y de la Luna ni rastro. Tampoco estaba viendo todo el cielo, digamos que una cuarta parte. Sé poco del tema pero sí que los dos o tres puntos más brillantes suelen ser en realidad planetas; Marte, Venus o Júpiter.
Hasta aquí, bastante bien; me levanto pronto, bien por mí, y veo el cielo estrellado en el silencio de la noche. Pero tengo que añadir que lo he visto a través de los cristales de mis gafas. No tengo buena vista, la tengo regular tirando a mala. Y he sentido envidia, o más bien impotencia. Ahí estaban las estrellas y veía algunas pero qué no vería alguien con buena vista; yo solo atisbaba, mientras me ajustaba las gafas sobre la nariz, un puñado de astros luminosos.
Hacía frío, veía estrellas, ¿qué hacer con ello? Nada, pensar que somos pequeñitos, que igual la vida de verdad está en el fuego de las estrellas y nosotros solo somos unos seres lentos y fríos que lo vemos de muy lejos sin entender nada.
Como no espabilo, saqué unas fotos con el móvil, pero lo cierto es que el resultado no fue satisfactorio. El cielo está muy bonito, oí que decía una vecina. Eso me hizo pensar que hay gente que no lo aprecia, que es bastante indiferente a estas cosas y la verdad es que no me atrevo a censurarlo.
Hoy me he levantado a las seis y cuarto, y después de desayunar —lo primero es lo primero— he salido a ver qué temperatura hacía. Se veían bastantes estrellas. Aquí la tentación es escribir que el cielo estaba cuajado de ellas, o algo así; pero quiero ser riguroso. Aún era de noche y de la Luna ni rastro. Tampoco estaba viendo todo el cielo, digamos que una cuarta parte. Sé poco del tema pero sí que los dos o tres puntos más brillantes suelen ser en realidad planetas; Marte, Venus o Júpiter.
Hasta aquí, bastante bien; me levanto pronto, bien por mí, y veo el cielo estrellado en el silencio de la noche. Pero tengo que añadir que lo he visto a través de los cristales de mis gafas. No tengo buena vista, la tengo regular tirando a mala. Y he sentido envidia, o más bien impotencia. Ahí estaban las estrellas y veía algunas pero qué no vería alguien con buena vista; yo solo atisbaba, mientras me ajustaba las gafas sobre la nariz, un puñado de astros luminosos.
Hacía frío, veía estrellas, ¿qué hacer con ello? Nada, pensar que somos pequeñitos, que igual la vida de verdad está en el fuego de las estrellas y nosotros solo somos unos seres lentos y fríos que lo vemos de muy lejos sin entender nada.
lunes, 6 de octubre de 2025
Llámame Emma
Leí, hace muchos años, “Madame Bovary” y puedo decir que me afectó igual que el sirimiri a un viandante con chubasquero, las pequeñas palabras justas de Flaubert se deslizaron como gotas inofensivas sobre mi piel de plástico de lector impermeable. Por eso, y por el creciente respeto que les tengo a los clásicos de la literatura, llevo un tiempo con la idea de leerlo de nuevo, que en la práctica sería como volverlo a leer por primera vez (oxímoron).
Sobre los clásicos. Es habitual ponerse en guardia ante ellos; vaya rollo, qué me importa algo escrito hace siglos. Y a veces será así, pero luego resulta que vas leyendo alguno que otro y te das cuenta de que si un libro gusta a todos todo el tiempo, no puede ser por casualidad.
Antes de lanzarse a ello, hay que tener en cuenta la traducción. Con estos clásicos es especialmente importante. Una traducción antigua puede ser mortal de necesidad. Por suerte ahora, con Internet, es fácil indagar y en el caso de Madame Bovary me he enterado de que la primera traducción es de finales del XIX y el que la perpetró le adjudicó el título de “¡Adúltera!”, signos de exclamación incluidos. Sin comentarios. Después ha habido bastantes más y una de las mejores, de 1975, es la de Consuelo Berges.
Pero hay otra, de María Teresa Gallego Urrutia, tan alabada o más que aquella y más reciente en el tiempo (2012). Tiene, además, la audacia de introducir un cambio en el título mismo, que pasa a ser “La señora Bovary”. Es un cambio que tiene toda la lógica del mundo; si estamos traduciendo, traduzcamos. Esta Gallego Urrutia está metida ahora mismo, a cuatro manos con su hija, en la traducción de “En busca del tiempo perdido”. Por cierto que el libro también está traducido, y bien, al euskera.
Sobre los clásicos. Es habitual ponerse en guardia ante ellos; vaya rollo, qué me importa algo escrito hace siglos. Y a veces será así, pero luego resulta que vas leyendo alguno que otro y te das cuenta de que si un libro gusta a todos todo el tiempo, no puede ser por casualidad.
Antes de lanzarse a ello, hay que tener en cuenta la traducción. Con estos clásicos es especialmente importante. Una traducción antigua puede ser mortal de necesidad. Por suerte ahora, con Internet, es fácil indagar y en el caso de Madame Bovary me he enterado de que la primera traducción es de finales del XIX y el que la perpetró le adjudicó el título de “¡Adúltera!”, signos de exclamación incluidos. Sin comentarios. Después ha habido bastantes más y una de las mejores, de 1975, es la de Consuelo Berges.
Pero hay otra, de María Teresa Gallego Urrutia, tan alabada o más que aquella y más reciente en el tiempo (2012). Tiene, además, la audacia de introducir un cambio en el título mismo, que pasa a ser “La señora Bovary”. Es un cambio que tiene toda la lógica del mundo; si estamos traduciendo, traduzcamos. Esta Gallego Urrutia está metida ahora mismo, a cuatro manos con su hija, en la traducción de “En busca del tiempo perdido”. Por cierto que el libro también está traducido, y bien, al euskera.
viernes, 3 de octubre de 2025
Mensaje oculto
Una de las cosas que hacen buena una frase es su capacidad de sorprender. Me ha pasado con esta: Alguien que odia a los niños no puede ser del todo una mala persona. La dice un personaje de la última novela de Elizabeth Taylor. No hablo de la actriz, sino de la escritora (que por lo visto decía que la coincidencia de nombres le venía bien). Por lo demás, el personaje no se explica demasiado, solo hace el comentario después de declarar que “Peter Pan” le parece una historia horrible.
Seguramente solo es una broma, un ejemplo de humor británico; hay que amar siempre a los niños, sin duda. Pero, metido en el juego, me ha gustado la frase por la piedad, o la caridad (de repente no sé distinguir entre ambas), que muestra hacia un comportamiento que se condena socialmente.
Diríamos que abre una puerta a la esperanza, que si alguien odia a los niños puede tener sus razones; no sé cuales, un trauma en la infancia, un hartazgo del mundo o haber tropezado con algún que otro niño verdaderamente odioso, que los habrá.
Pero estas serían explicaciones accidentales y la frase sugiere que hay otra intrínseca, connatural; que hay algo en el hecho de odiar a los niños, a todos, que hace imposible la maldad absoluta. Por ejemplo, se me ocurre, esa persona puede poseer una sensibilidad especial y odia a los niños porque le arrastran a la medianía y le impiden ejercer un bien superior.
Otra vez estoy especulando. Al final me quedo con que, aunque no entendamos las razones de ese odio (que no las habrá), también se nos está diciendo que a menudo las cosas no son como parecen y siempre puede haber algo que se nos escape.
Seguramente solo es una broma, un ejemplo de humor británico; hay que amar siempre a los niños, sin duda. Pero, metido en el juego, me ha gustado la frase por la piedad, o la caridad (de repente no sé distinguir entre ambas), que muestra hacia un comportamiento que se condena socialmente.
Diríamos que abre una puerta a la esperanza, que si alguien odia a los niños puede tener sus razones; no sé cuales, un trauma en la infancia, un hartazgo del mundo o haber tropezado con algún que otro niño verdaderamente odioso, que los habrá.
Pero estas serían explicaciones accidentales y la frase sugiere que hay otra intrínseca, connatural; que hay algo en el hecho de odiar a los niños, a todos, que hace imposible la maldad absoluta. Por ejemplo, se me ocurre, esa persona puede poseer una sensibilidad especial y odia a los niños porque le arrastran a la medianía y le impiden ejercer un bien superior.
Otra vez estoy especulando. Al final me quedo con que, aunque no entendamos las razones de ese odio (que no las habrá), también se nos está diciendo que a menudo las cosas no son como parecen y siempre puede haber algo que se nos escape.
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