viernes, 21 de febrero de 2020

De la vida y de la fe

Mi documento oficial favorito de todos los tiempos, lo acabo de decidir, es el de fe de vida. Le daría un accesit al certificado de penales. Para empezar, qué nombre formidable, fe de vida, pura poesía. Aunque uno, en principio, no necesite que nadie le confirme que está vivo, reconforta tener un certificado que lo acredite. Dan fe de que vives, creen en ti cuando tú habías empezado a dudar. Me han pedido ese documento para un trámite y tras la primera reacción de sorpresa (sigo aquí, carajo) voy al registro contento de estar vivo y de compartir la buena nueva con quien haga falta. Tras la pequeña humillación del detector de metales (he pasado a la tercera, a poco me quedo en calzoncillos) me dicen en información que es en la ventanilla de al lado, pero que están con un expediente (sic) y que tengo para rato. Sin mi fe de vida no me voy. Hay dos personas esperando y en una esquina una pareja, a la que pregunto si son los últimos. No me dicen ni que sí, ni que no. Luego resultará que están para otra cosa. Además al fondo una oronda familia magrebí, padre, madre e hija, ocupa los tres únicos asientos. Me quedo a un lado, mosqueado por tener que esperar de pie y sin nada que leer. Podría gritar, ¡estoy vivo!, pero sería contraproducente, creo. Había estado dos o tres veces en este hall, sin acceder nunca a los misteriosos pisos superiores donde imagino a sofisticados conoisseurs de los laberintos administrativos. Se asoma una funcionaria y pide a la familia que pase. No se enteran, como estoy cerca se lo repito. Me miran inexpresivos e intento indicárselo por señas. Allá van, serán los del expediente. Entran dos señoras mayores y se me ponen delante. Les digo amablemente que estaba antes, me aclaran que tenían cogida la vez. No problem, I am a gentleman. Son viudas y también vienen a por su fe de vida. Nos envuelve una corriente de solidaridad ciudadana. La familia ha vuelto a los asientos y al rato aparece el hijo, o yerno, y todo se anima, habla castellano y empieza a traducir papeles. El siguiente. Capto retazos de la conversación. Viene a informarse. Que debería haber ido a otro sitio. Que lo suyo tardará meses. Turno de las viudas, bien. Necesitan la fe de vida para la empresa de sus difuntos, las pensiones. La funcionaria les da sus documentos y les pide que comprueben que está todo bien para firmarlo y sellarlo. Alarma roja, no han traído las gafas. Me ofrezco como lector. Doña tal y tal, natural de, nacida el, domiciliada en, viuda... de Manuel Griñán (nombre supuesto) apunta la viuda. No, le digo, el nombre no viene. Todo es correcto y antes de pasar a la otra aparece la funcionaria a mi lado y se hace con los papeles. Mejor, otra funcionaria se había llevado mi DNI y ahora me lo devuelve con mi fe de vida. Para mi caso no hace falta firma ni sello. Echo un vistazo mientras busco la salida. A día de hoy estoy vivo, confirmado. Ya en la calle recapitulo: uno, no he tenido que esperar tanto; dos, no me he despedido de las viudas; tres, brilla el sol.

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