A veces cojo el autobús.
Allí soy un anónimo figurante que participa en la representación
de la comedia humana. Me suelo sentar en la parte trasera. Una forma
de ir a la defensiva, supongo, como sentarse en un local de espaldas
a la pared y mirando a la puerta. En la parte trasera del bus pero no
al fondo del todo, tres o cuatro filas por delante. Hoy también lo
he hecho así. Es una hora tranquila y hay pocos pasajeros. Una madre
con su bebé en un cochecito, algunos estudiantes. En la calma
relativa oigo una conversación telefónica que viene de atrás. Una
mujer joven en tono normal que parece recriminar algo a alguien. Una
frase me sorprende: “yo soy de las que lo dan todo”. Con
discreción echo una ojeada y me cercioro de que la chica en una
esquina del fondo es la morena con gafas que ha subido detrás mío.
Ha dicho la frase con toda tranquilidad; no parece enfadada, ni tan
siquiera alterada. No habla ni muy alto, ni en susurros. No le
importa que alguien le oiga. Admiro su dominio del momento y la
sencillez y claridad de la afirmación: lo da todo en la relación,
¡qué maravilla! Siendo así, la persona al otro lado del teléfono
ya está en inferioridad. Cualquier cosa que diga sonará a excusa,
está claro que en su caso no lo ha dado todo. Pero, ¿quién lo da
todo? No los hombres, me parece, no en mi caso. Alguno, puede. Es más
probable en el caso de las mujeres, incluso creo que he conocido
alguna. ¿Se puede resistir alguien a una mujer que está dispuesta a
darlo todo? El autobús ha arrancado y ya no oigo a la chica, habrá
colgado, no parecía dispuesta a alargarse. Más bien sonaba a sereno
ultimátum. Lo doy todo, pero me has fallado y ahora te vas a quedar
sin nada.
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