viernes, 14 de febrero de 2020

Intensidad máxima

A veces cojo el autobús. Allí soy un anónimo figurante que participa en la representación de la comedia humana. Me suelo sentar en la parte trasera. Una forma de ir a la defensiva, supongo, como sentarse en un local de espaldas a la pared y mirando a la puerta. En la parte trasera del bus pero no al fondo del todo, tres o cuatro filas por delante. Hoy también lo he hecho así. Es una hora tranquila y hay pocos pasajeros. Una madre con su bebé en un cochecito, algunos estudiantes. En la calma relativa oigo una conversación telefónica que viene de atrás. Una mujer joven en tono normal que parece recriminar algo a alguien. Una frase me sorprende: “yo soy de las que lo dan todo”. Con discreción echo una ojeada y me cercioro de que la chica en una esquina del fondo es la morena con gafas que ha subido detrás mío. Ha dicho la frase con toda tranquilidad; no parece enfadada, ni tan siquiera alterada. No habla ni muy alto, ni en susurros. No le importa que alguien le oiga. Admiro su dominio del momento y la sencillez y claridad de la afirmación: lo da todo en la relación, ¡qué maravilla! Siendo así, la persona al otro lado del teléfono ya está en inferioridad. Cualquier cosa que diga sonará a excusa, está claro que en su caso no lo ha dado todo. Pero, ¿quién lo da todo? No los hombres, me parece, no en mi caso. Alguno, puede. Es más probable en el caso de las mujeres, incluso creo que he conocido alguna. ¿Se puede resistir alguien a una mujer que está dispuesta a darlo todo? El autobús ha arrancado y ya no oigo a la chica, habrá colgado, no parecía dispuesta a alargarse. Más bien sonaba a sereno ultimátum. Lo doy todo, pero me has fallado y ahora te vas a quedar sin nada.

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