Me dice el móvil que hay una aplicación que me permitirá recuperar todas las fotos que he perdido en los últimos años. Me explica que está al tanto de que he cambiado varias veces de celular (sinónimo) y que en el camino se han quedado unas, bastantes, muchas fotos de seres y momentos queridos. Y claro, tiene razón; aunque sospecho que lo asegura a bulto, que en realidad es un farol basado en los muchos datos que maneja. La máquina siempre juega con ventaja contra ti, hay que reconocerlo, sabe mucho más de todo.
Me acuerdo, vagamente, de esas posibles fotos y un pellizco de nostalgia me dice al oído: venga, no pierdes nada, la aplicación es gratis y hasta puede que sea verdad que vayan a aparecer esas fotos misteriosas que dabas por perdidas y que están, supongo, en algún sitio del ciberespacio o de la nube o en un centro de datos del desierto de Mojave.
Así que descargo la aplicación; abrir al terminar, publicidad, saltar anuncio, recuperar imágenes; sí, adelante, que sea lo que dios quiera. Y son exactamente 2543 imágenes. Un tesoro, mi vida, su madre; quiero decir la madre que lo parió. No son las que había perdido sino las que había borrado y todas han vuelto, como zombis, de las entrañas de este mismo móvil; y de ningún otro sitio.
Me paso una buena media hora revisándolas y no encuentro nada que echara de menos. Borro y borro (de nuevo) hasta que me canso. Teníamos ya los residuos radiactivos y los plásticos en el mar, ahora hay que añadir las fotos de móvil que contaminarán la Tierra durante cientos, miles de años.
Duroderroer
...with no particular place to go.
lunes, 15 de septiembre de 2025
viernes, 12 de septiembre de 2025
El mundo de ayer
“El mundo de ayer” debió de ser el último manuscrito que Stefan Zweig envió a su editor antes de morir. Lo había mecanografiado su abnegada segunda esposa, Lotta Altmann. Digo lo de abnegada basándome en el hecho mismo de que copiara a máquina un texto de más de quinientas páginas y en las circunstancias de que fuera casi treinta años más joven que él y de que se suicidaran juntos; que es lo que hicieron el día siguiente de mandar ese paquete. Era el año 1942.
De haber vivido otra década, cosa probable ya que tenía sesenta años cuando murió, Zweig podría haber dejado unas cuantas obras maestras más. Sufría de depresión (una enfermedad muy mala) y ella era asmática; lo que ni justifica el suicidio ni deja de hacerlo.
“El mundo de ayer” son sus memorias y de ellas se deduce la causa de su decisión letal: su mundo había desaparecido. Se puede pensar que ese libro fue un desahogo y al acabarlo pensó que era un buen/mal momento para despedirse de la vida. Lo que no me parece bien es que no convenciera a su mujer, tan joven, de que ella debía seguir viviendo; como cuidadora de su legado, por ejemplo.
Voy a decir ahora una frivolidad: en algunas fotos Zweig, con su bigote y su forma de peinarse, se da un aire a Hitler. Son personajes totalmente opuestos y si Zweig pudo suicidarse como un valiente, todo indica que Hitler lo hizo como un cobarde.
Se me ocurre un posible error que cometió Hitler y que si pasó desapercibido sería porque sus otros errores lo eclipsaron por completo. Me refiero al hecho de no considerar al idioma como el alma del pueblo alemán. Si lo hubiera hecho no le habría quedado más remedio —bromeo— que conceder la Cruz de Hierro a un buen número de escritores judíos en lengua alemana, incluido Stefan Zweig.
De haber vivido otra década, cosa probable ya que tenía sesenta años cuando murió, Zweig podría haber dejado unas cuantas obras maestras más. Sufría de depresión (una enfermedad muy mala) y ella era asmática; lo que ni justifica el suicidio ni deja de hacerlo.
“El mundo de ayer” son sus memorias y de ellas se deduce la causa de su decisión letal: su mundo había desaparecido. Se puede pensar que ese libro fue un desahogo y al acabarlo pensó que era un buen/mal momento para despedirse de la vida. Lo que no me parece bien es que no convenciera a su mujer, tan joven, de que ella debía seguir viviendo; como cuidadora de su legado, por ejemplo.
Voy a decir ahora una frivolidad: en algunas fotos Zweig, con su bigote y su forma de peinarse, se da un aire a Hitler. Son personajes totalmente opuestos y si Zweig pudo suicidarse como un valiente, todo indica que Hitler lo hizo como un cobarde.
Se me ocurre un posible error que cometió Hitler y que si pasó desapercibido sería porque sus otros errores lo eclipsaron por completo. Me refiero al hecho de no considerar al idioma como el alma del pueblo alemán. Si lo hubiera hecho no le habría quedado más remedio —bromeo— que conceder la Cruz de Hierro a un buen número de escritores judíos en lengua alemana, incluido Stefan Zweig.
martes, 9 de septiembre de 2025
Humilde vanidad
En el “Libro del desasosiego” el narrador comenta, con ironía, que las grandes melancolías requieren ciertas circunstancias sociales, un ambiente de comodidad y sobrio lujo. Pone el ejemplo de Chateaubriand (pensando en Chateaubriand me había salido Fountainableau) y luego añade: no tardé en acordarme de que yo no era vizconde, ni siquiera bretón.
No, no lo era; Bernardo Soares, el narrador, era ayudante de tenedor de libros en Lisboa (y Pessoa, el autor, traductor de correspondencia comercial) y parece evidente que tiene más mérito escribir en sus circunstancias que en las del vizconde Chateaubriand. Sin embargo, vizconde y todo, Chateaubriand tuvo una agitada vida económica, siempre endeudado y peleando con los editores para sacar rendimiento a sus obras literarias. He escrito esto porque tenía pendiente contar esa anécdota y porque en seguida voy a traer otra del propio Chateaubriand sobre la vanidad.
Hay un desajuste de significado con la palabra “vanidoso”. Cuando se lo llamamos a alguien lo que le queremos llamar es “muy vanidoso”. Vanidosos, a secas, somos todos; nadie carece totalmente de vanidad. La vanidad es una parte del amor propio y de la autoestima. Todos somos más o menos vanidosos y lo que hacemos, en general, es fingir que no lo somos. Aunque a menudo nos delatamos. Como cuando decimos: Ya lo sabía, es lo que yo dije.
Chateaubriand le cuenta una vez, en una carta, a Madame Récamier que no se merecía los elogios, a él, que se publicaban en los periódicos: así lo creo sinceramente veintitrés horas de las veinticuatro que tiene el día; la vigésimo cuarta está consagrada a la vanidad, pero no resiste mucho y pasa pronto. En la coletilla le quita toda la contundencia a la frase pero coincido con él. Como objetivo estaría bien; una vanidad sanadora, sin pavoneos, de una hora al día. Esa sería toda una humilde vanidad.
No, no lo era; Bernardo Soares, el narrador, era ayudante de tenedor de libros en Lisboa (y Pessoa, el autor, traductor de correspondencia comercial) y parece evidente que tiene más mérito escribir en sus circunstancias que en las del vizconde Chateaubriand. Sin embargo, vizconde y todo, Chateaubriand tuvo una agitada vida económica, siempre endeudado y peleando con los editores para sacar rendimiento a sus obras literarias. He escrito esto porque tenía pendiente contar esa anécdota y porque en seguida voy a traer otra del propio Chateaubriand sobre la vanidad.
Hay un desajuste de significado con la palabra “vanidoso”. Cuando se lo llamamos a alguien lo que le queremos llamar es “muy vanidoso”. Vanidosos, a secas, somos todos; nadie carece totalmente de vanidad. La vanidad es una parte del amor propio y de la autoestima. Todos somos más o menos vanidosos y lo que hacemos, en general, es fingir que no lo somos. Aunque a menudo nos delatamos. Como cuando decimos: Ya lo sabía, es lo que yo dije.
Chateaubriand le cuenta una vez, en una carta, a Madame Récamier que no se merecía los elogios, a él, que se publicaban en los periódicos: así lo creo sinceramente veintitrés horas de las veinticuatro que tiene el día; la vigésimo cuarta está consagrada a la vanidad, pero no resiste mucho y pasa pronto. En la coletilla le quita toda la contundencia a la frase pero coincido con él. Como objetivo estaría bien; una vanidad sanadora, sin pavoneos, de una hora al día. Esa sería toda una humilde vanidad.
sábado, 6 de septiembre de 2025
Hipermnesia
Hipermnesia, ¿qué palabra es esa? Igual es una que no se debe pronunciar, que solo existe por escrito, en las publicaciones de los expertos. Si no hubiera más remedio que decirla en alto optaría por hiper-mmm-nesia, manteniendo ahí el sonido de la eme, que si no, no habría forma de distinguirla. Lo miro en el diccionario de la RAE (del.rae.es, la palabra del día es hilarante), e hipermnesia no está, normal.
Hipermnesia es la capacidad de acordarse de todo. Eso en un mundo feliz, en realidad no; solo es acordarse de más cosas de lo habitual, de muchas más pero no de todas. Pero para el gran público (o sea para gente como yo) y para publicarlo en el periódico, hipermnesia es acordarse de todo, todo. Como Funes el memorioso; siempre lo cito, saludos a Borges que no me estará leyendo.
La parte positiva es lo bien que le viene a nuestra autoestima especular sobre las extraordinarias capacidades del cerebro humano; que las tiene, solo que a ti y a mí no nos han tocado. Pero por muy atrayente que sea la idea de tener una memoria prodigiosa, la verdad es que esta incapacidad de olvidar es más bien una patología. Por suerte, en el mundo solo hay cincuenta hipermnésicos; es una estimación, se entiende.
Hipermnesia es la capacidad de acordarse de todo. Eso en un mundo feliz, en realidad no; solo es acordarse de más cosas de lo habitual, de muchas más pero no de todas. Pero para el gran público (o sea para gente como yo) y para publicarlo en el periódico, hipermnesia es acordarse de todo, todo. Como Funes el memorioso; siempre lo cito, saludos a Borges que no me estará leyendo.
La parte positiva es lo bien que le viene a nuestra autoestima especular sobre las extraordinarias capacidades del cerebro humano; que las tiene, solo que a ti y a mí no nos han tocado. Pero por muy atrayente que sea la idea de tener una memoria prodigiosa, la verdad es que esta incapacidad de olvidar es más bien una patología. Por suerte, en el mundo solo hay cincuenta hipermnésicos; es una estimación, se entiende.
miércoles, 3 de septiembre de 2025
Teoría del calcetín
La forma más natural de quitarse un calcetín es dándole la vuelta en el proceso. Debe de ser por eso que me paso la vida poniéndolos del derecho. Son apenas un par de segundos, pero muchos pocos hacen un mucho y la vida es tan corta. El caso es que esa condición del calcetín de tener dos formas de estar en el mundo me ha hecho pensar que a casi todo en la vida se le puede dar la vuelta.
Me he encontrado con esta frase que escribió el poeta Ángel Guinda —y que tal vez tenga también algo que ver con el filósofo Ernst Bloch y su “Principio de la esperanza”—: No espero la resurrección de los muertos, espero la insurrección de los vivos. ¡Le ha dado la vuelta al calcetín!
Esta jugada se puede intentar con casi todo, sea una idea, principio, creencia, refrán, etcétera. No siempre el revés es lo contrario; a veces mejora el original. Es lo que pasa con el calcetín de los derechos humanos. Si le damos la vuelta vemos, por el otro lado, los deberes; esos sí que son importantes.
Me acuerdo ahora de otra vuelta clásica de calcetín, aquella de JFK: no preguntes qué puede hacer tu país por ti, pregúntate qué puedes hacer tú por tu país. Si no está cogido el nombre; propongo, para este fenómeno, el de “Teoría del calcetín”.
Me he encontrado con esta frase que escribió el poeta Ángel Guinda —y que tal vez tenga también algo que ver con el filósofo Ernst Bloch y su “Principio de la esperanza”—: No espero la resurrección de los muertos, espero la insurrección de los vivos. ¡Le ha dado la vuelta al calcetín!
Esta jugada se puede intentar con casi todo, sea una idea, principio, creencia, refrán, etcétera. No siempre el revés es lo contrario; a veces mejora el original. Es lo que pasa con el calcetín de los derechos humanos. Si le damos la vuelta vemos, por el otro lado, los deberes; esos sí que son importantes.
Me acuerdo ahora de otra vuelta clásica de calcetín, aquella de JFK: no preguntes qué puede hacer tu país por ti, pregúntate qué puedes hacer tú por tu país. Si no está cogido el nombre; propongo, para este fenómeno, el de “Teoría del calcetín”.
domingo, 31 de agosto de 2025
Droga alternativa
Nunca he tomado drogas, o casi. No es que presuma de ello; aunque, ¿por qué no iba a hacerlo? Pero la verdad es que ha sido un poco por casualidad, me parece. Por parado. Casi diría que ha sido por no haber vivido intensamente. Por fuera, digo; por dentro he sido y soy todo lo intenso que haga falta, o lo normal de intenso; pero por fuera, pues no.
En cuanto a amistades peligrosas y días de vino y rosas, poca cosa. Alcohol, algo he tomado, pero sin más consecuencias que el fenómeno de la cama que se mueve sola. Porros, un par de caladas, cero efecto. Drogas más duras, niente di niente; por suerte, supongo. Sospecho que si me hubiera encontrado en la situación (in)adecuada habría caído como casi todo el mundo.
Esto me recuerda lo mucho que admiro al que en una celebración, sin probar una gota de alcohol es el que más se ríe. Drogarse, de una u otra manera, con o sin prescripción médica, es algo que se ha hecho siempre y que demuestra lo mucho que le falta al ser humano para madurar (si es que llega a hacerlo algún día). Las drogas son una huída, claro. Una huída de la vida en blanco y negro hacia el color de las sensaciones adulteradas.
En cuanto a amistades peligrosas y días de vino y rosas, poca cosa. Alcohol, algo he tomado, pero sin más consecuencias que el fenómeno de la cama que se mueve sola. Porros, un par de caladas, cero efecto. Drogas más duras, niente di niente; por suerte, supongo. Sospecho que si me hubiera encontrado en la situación (in)adecuada habría caído como casi todo el mundo.
Esto me recuerda lo mucho que admiro al que en una celebración, sin probar una gota de alcohol es el que más se ríe. Drogarse, de una u otra manera, con o sin prescripción médica, es algo que se ha hecho siempre y que demuestra lo mucho que le falta al ser humano para madurar (si es que llega a hacerlo algún día). Las drogas son una huída, claro. Una huída de la vida en blanco y negro hacia el color de las sensaciones adulteradas.
Se me ocurre una solución: desarrollar una droga que no tuviese efectos secundarios y que eliminara la necesidad que tenemos de ser queridos. No estoy hablando de eliminar los sentimientos; vosotros quered mucho, y si os quieren mejor que mejor; pero si no os quieren que al menos haya un remedio para que no duela tanto.
jueves, 28 de agosto de 2025
Elogio de la gallina (y 2)
Entre J. y yo ha habido siempre una simpatía y admiración mutua. O eso creo, y agradecido estoy por la parte que me toca. En nuestra última conversación me ha contado que vive hace una buena temporada en un caserío; a su aire, lejos de la normalidad estupefaciente de la vida moderna. Allí tiene un pequeño huerto y algunos animales, entre ellos unas gallinas.
J. es un tipo sensible, desde luego, pero esto no me lo esperaba: se le murió una gallina y se quedó tocado. Había un vínculo entre él y la gallina, no es fácil explicarlo, o igual no se puede explicar; son los sentimientos.
Se le murió la gallina y se sintió en la obligación de enterrarla. No sé qué se hace con las gallinas muertas; tirarlas a un contenedor, quemarlas con los rastrojos o echarlas a los cerdos para que se las coman. J. quiso honrar a la gallina y a su vida honesta de buena ponedora y la enterró en el prado, detrás de la casa.
No me contó más, pero puedo imaginármelo echando la última paletada de tierra, apisonando bien el terreno y dirigiendo al mismo tiempo una plegaria muda a la naturaleza, a la vida, al recuerdo de la gallina. Sí, por qué no; la gallina es un ser tan vivo como cualquiera de nosotros, e igual de muerto cuando le toca. Me acuerdo ahora de una vez que una gallina le dio un picotazo en el pómulo a un chaval. Seguramente se lo merecía.
J. es un tipo sensible, desde luego, pero esto no me lo esperaba: se le murió una gallina y se quedó tocado. Había un vínculo entre él y la gallina, no es fácil explicarlo, o igual no se puede explicar; son los sentimientos.
Se le murió la gallina y se sintió en la obligación de enterrarla. No sé qué se hace con las gallinas muertas; tirarlas a un contenedor, quemarlas con los rastrojos o echarlas a los cerdos para que se las coman. J. quiso honrar a la gallina y a su vida honesta de buena ponedora y la enterró en el prado, detrás de la casa.
No me contó más, pero puedo imaginármelo echando la última paletada de tierra, apisonando bien el terreno y dirigiendo al mismo tiempo una plegaria muda a la naturaleza, a la vida, al recuerdo de la gallina. Sí, por qué no; la gallina es un ser tan vivo como cualquiera de nosotros, e igual de muerto cuando le toca. Me acuerdo ahora de una vez que una gallina le dio un picotazo en el pómulo a un chaval. Seguramente se lo merecía.
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