viernes, 28 de marzo de 2025

Emily

    Cerca de 1800 poemas escribió Emily Dickinson y solo me sé una línea suya de memoria, esta: Unto my Books — so good to turn (Qué bien volver a mis libros). Un poco de Emily es mucho. Me vendría bien la máquina del tiempo de H G Wells para ir a visitarla. Pero, aún suponiendo que la consigo, estará desajustada y lo mismo me puede llevar a su bautizo que a su funeral. Mejor lo primero, así podría tenerla en mis brazos y susurrarle alguna dulce nadería.
    Más factible sería verla en un sueño, pero no me vale uno inventado y en los de verdad, hasta ahora, no la he visto. Era una chica seria, Emily, y así aparece en la única foto que se da por auténtica: dieciséis años y el semblante sereno; un vestido sencillo, el pelo recogido.
    Descartado, de momento, el sueño, la segunda opción para ponernos en contacto es escribirle una carta. Emily escribió —y recibió— muchas cartas. Se conservan unas mil y eso que, al morir, quemaron todas las que pudieron. Así que le mandaré una dirigida a su casa en Amherst, Massachusetts.
    Añadiré en la dirección un año, 1862, por si existe un ministerio del tiempo que la tramite. Y si no existe, no importa porque ahora mismo allí, en la casa museo, debe de trabajar una experta en su vida y obra que también se llamará Emily. Una mujer activa y enérgica, a la vez que sensible y delicada. Será esta Emily del siglo XXI la que lea y responda a mi carta.
    Me dirigiré a ella con un Querida Emily y le diré que ya ha comenzado la primavera, que me ha gustado saber que vestía siempre de blanco, que también me gusta como escribe con mayúscula las palabras importantes y como usa los guiones para señalar las pausas. Le preguntaré cuál es, entre los suyos, su poema favorito y también si es cierto, ahora que ya no importa, que su cuñada Susan fue el amor de su vida.

martes, 25 de marzo de 2025

Fila india

    Cuenta Marta Sanz —escritora— que Pilar Adón —otra escritora— no podía decir que su padre había muerto. Me ha pasado algo muy triste, decía, pero era incapaz de aclarar qué. Lo entiendo, hasta me ha pasado algo similar. Hay un refrán que se puede aplicar a esta situación: El más ciego es el que no quiere ver (lo he cambiado un poco porque bastante tiene el ciego para encima ponerle el adjetivo peor). La idea es que mientras algo no se expresa en palabras no ha sucedido del todo. Mientras no diga que mi padre ha muerto alimento la posibilidad de que siga vivo.
    La frase a decir, simple y directa, sería mi padre ha muerto. También se podría decir al revés, ha muerto mi padre. El énfasis irá en lo primero que digamos, sea la persona de mi padre o el hecho de que ha muerto. Poniéndonos en el lugar del oyente, el comienzo mi padre no da muchas pistas; tu padre qué, pensamos, y luego viene el mazazo, ha muerto. Dicho al revés, ha muerto ya te pone en guardia; ha muerto quién, puede ser cualquiera, un famoso, un conocido o alguien cercano.
    El problema es que el lenguaje es sucesivo, las palabras las decimos de una en una y no podemos dar toda la información de golpe. Las palabras van en fila india, como las hormigas (y de ahí, curiosamente, de una fila kilométrica de hormigas, nacen los libros). Por momentos me parece que ese gran invento de la lengua tiene sus inconvenientes, o al menos tiene uno, este de que las palabras vayan de una en una en vez de ir varias a la vez, por paquetes, diríamos.
    En una lengua del futuro las cuatro palabras de mi padre ha muerto aparecerán a la vez en nuestra pantalla cognitiva interior. Esto no lo puedo representar aquí, porque nuestra escritura, como la lengua hablada, también es sucesiva. Para hacernos una idea, nuestro cerebro captaría las cuatro palabras mi, muerto, padre ,ha, en todas sus combinaciones posibles y de modo automático filtraría esa información total para obtener el mensaje enriquecido, con todos sus matices. Se me ocurre.

sábado, 22 de marzo de 2025

Dandelion

    Una cita de Emily Dickinson: No sé de nada en el mundo que tenga tanto poder como las palabras. A veces escribo una y me quedo mirándola hasta que empieza a brillar. Otras veces —esto ya es mío— la palabra brilla a primera vista. Una, inglesa, con la que me ha pasado es dandelion; que es una flor y que, ahora me entero, en realidad se pronuncia algo así como dandilaion. Pero para mí, en la página escrita, ha sido dandelion y de momento la voy a seguir llamando así. No me digas que no suena bien; recuerda el tañido de una campana, dilín-dalán-dan-delión. Pero es una flor, en inglés. Me enamoré de la palabra sin haber visto la flor.
    Aparece en el título de una novela de Ray Bradbury, “Dandelion Wine”, que se tradujo como “El vino del estío”. La traducción literal es “vino de diente de león”, porque esa flor, dandelion, no es otra que el diente de león, la florecilla de color amarillo que brota en cualquier parte sin llamar demasiado la atención. El diente de león lo he conocido toda la vida sin saber su nombre. La bola etérea de pelusa que forman las semillas es el abuelito que nos soplábamos a la cara. También decíamos, y no le veía sentido, que el que cogía la flor luego se meaba en la cama.
    Leí una vez que Shakespeare menciona en su obra más de cincuenta nombres de flores distintas mientras el francés Racine solo escribe “flor”. La hipersensible Emily Dickinson amaba la naturaleza y las flores abundan en sus poemas: rosas, margaritas, tréboles, narcisos y también, averiguo con cierto asombro, dientes de león. Incluso tiene un poema titulado “El pálido tallo del diente de león” en el que cuenta que la flor de esta humilde planta anuncia el final del invierno. Doy por seguro que cuando lo escribió se quedó mirándolo hasta que la palabra dandelion empezó a brillar.

miércoles, 19 de marzo de 2025

Creación y evolución

    La verdad de la creación y el relato de la evolución. Esto es lo que se llama una inversión de términos de libro. Esta frase se pronunció en el Senado hace unas semanas (la he debido de estar rumiando). Puesta la frase del derecho —la verdad de la evolución y el relato de la creación— comulgo con ella por completo. Bueno, casi, al 99.99 por ciento. No por nada, solo porque, como homenaje a Montaigne, hay que dejar siempre un resquicio a la duda.
    No solo comulgo —digo comulgo por mi educación tradicional— sino que además me parece una forma muy atinada de decirlo, esa distinción entre verdad y relato. También es cierto que la palabra verdad me resulta un poco verde, asilvestrada, rasposa. Pero lo de relato, eso está muy bien. Ernst Junger, siendo un creyente convencido, lo expresó de esta otra manera: El mito y la ciencia. En el primero se interpreta el mundo, en la segunda se lo explica (el “lo” me suena raro).
    Comento esto porque el Niño de Elche (que como ya sabréis no es tan niño) me ha sorprendido en una entrevista diciendo que son los científicos los que últimamente insisten en la existencia de Dios. Hay un libro reciente que además de decirlo asegura presentar pruebas concluyentes. Se podría hablar de una conspiración en ese sentido.
    Los fantasmas de las conspiraciones suelen venir precisamente de ese caldo de cultivo donde se mezclan ciencia y religión. La verdad de la creación… lo más seguro es que ni el Papa se sienta a gusto con la verdad literal de la creación según la Biblia. A mí me parece que el objetivo de la ciencia no es demostrar la existencia de Dios, eso quedaría para los teólogos. Sea como sea, mi desinformada impresión es que tal existencia, real o imaginaria, es indemostrable.

domingo, 16 de marzo de 2025

La sombra del virus

    Hace cinco años de nuestra pandemia, aunque yo no me contagié o, si lo hice, no me enteré. Esto último, contagiarme y no enterarme, es lo que me gustaría que hubiese pasado, para qué negarlo. Contagioso, el virus, lo era, y mucho; llegó hasta el último rincón del planeta. Hay constancia de que afectó a nueve de cada cien terrícolas y, de estos, uno de cada cien murió. Redondeando, ocasionó la muerte de uno de cada mil habitantes de la Tierra. Puede que a los que quedamos no nos parezcan tantos, pero fueron muchos, demasiados. Y las cifras reales deben de ser mucho mayores.
    El confinamiento nos tuvo que afectar psicológicamente (todo nos afecta), pero a unos más que a otros. Tengo la impresión de que un nuevo confinamiento sería más duro para todos. Escribo esto pensando en la distancia social, el espacio físico que guardamos cuando nos relacionamos. Es instintivo, si alguien se me acerca demasiado me retiraré un poco o si está más lejos de lo habitual, me acercaré. Entre todos, vistos por un científico, debemos de semejar una especie de ballet, tipo física de fluidos, donde nos movemos como moléculas en búsqueda de un equilibrio interactivo.
    Tengo una pregunta. En la pandemia, cuando salimos de nuevo a la calle, esa distancia física aumentó, por instinto y por recomendación de las autoridades, y se hizo llamativa, al cruzarse con alguien uno se alejaba lo máximo que permitía la acera (lo que antes hubiera parecido antisocial). La pregunta que me hago es cómo ha evolucionado esa distancia desde entonces. Algún sociólogo lo estará estudiado. Algo me dice que se habrá ido reduciendo pero no hasta sus valores originales. El virus nos cambió.

jueves, 13 de marzo de 2025

Anginas

    Llorar es tan humano que, según el tópico, es lo primero que hacemos al nacer. Llorar puede ser tanto una respuesta como un síntoma; una reacción al mundo, a una agresión real o imaginaria, o un desahogo por algo que está ahí dentro, latente. No es lo mismo llorar de día que llorar de noche. Un niño que se pasa el día llorando puede que sea un consentido, un aprendiz de manipulador. En cambio nadie, pudiendo dormir, llora toda la noche si no tiene un buen motivo.
    Se me ocurre esto pensando en la primera vez que pasé por un quirófano. Tenía dos o tres años y no lo que recuerdo, solo lo que me contaron después. Era un niño propenso a las anginas, las infecciones de garganta, y la solución de la época era extirpar las amígdalas. Ahora resulta que no es conveniente porque protegen el organismo.
    Mi madre me contó que después de la operación estuve llorando toda la noche y no paraba de sangrar. La llorera provocó la hemorragia, o a la inversa. Se preocuparon bastante. No me dijo que temieran por mi vida, pero he considerado esa posibilidad. Podía haber muerto y el mundo, por el efecto mariposa, hubiera cambiado por completo; aunque, en mi opinión, un mundo sin mí no hubiera tenido ninguna gracia.
    De aquel momento de crisis he sacado dos conclusiones. Una, reconfortante, la idea de mi madre pasando la noche en vela a mi lado. La otra, inquietante, la sospecha de que ese episodio traumático en la primera infancia haya sido determinante en mi vida, para bien o para mal.

lunes, 10 de marzo de 2025

Agua en el tejado

    Una vez, antes de internet, me llegó una carta desde los Estados Unidos. Fue una sorpresa; alguien allí sabía de mi existencia. El sobre era algo abultado. Lo abrí y era una oferta de trabajo, o casi. Se trataba de una empresa que fabricaba recubrimientos asfálticos y buscaban comerciales que vendieran su producto aquí.
    El bulto en el sobre se debía a una muestra, un rectángulo de unos cinco milímetros de espesor de lo que me pareció una goma dura agradable al tacto. Iría a comisión, claro y ofrecían asesoramiento y creo que incluso la posibilidad de algún cursillo allí, en Arizona o donde fuera.
    Si bien halagado de que, de alguna forma, me hubieran elegido como candidato al puesto, habían cometido un error: soy la antítesis del agente comercial, carezco por completo del entusiasmo y el don de gentes necesarios para presentarse en cualquier sitio y convencer a nadie de que compre algo.
    En la carta mencionaban la excelencia de su producto para impermeabilizar cubiertas de edificios. Eso me hizo pensar en el taller del que era socio mi padre y sobre cuyo techo había una lámina de agua. Esto del agua en el tejado puede parecer un despropósito. Para las humedades no es bueno pero debe de tener otras ventajas; como aislante térmico, por ejemplo, o como reserva de agua.
    Subí una vez para verlo con mi hermano, que trabajaba allí. La profundidad era escasa —lógico si pensamos en el peso a soportar por el edificio— y el agua estaba bastante turbia. Sin embargo, había peces. ¿De dónde habían salido? Unos pececillos que se movían perezosos rondando las plantas que habían crecido precariamente en aquel extraño hábitat.