martes, 19 de noviembre de 2024

Ojo con el odio

    Hace unos días leí una cita que, poco más o menos, decía: todos tenemos un algo escondido que si fuera público haría que todo el mundo nos odiase. La leí y no la apunté. Error, he olvidado quién lo dijo. Tengo un sospechoso: Rimbaud. Puede que fuera Rimbaud; aunque se hace raro, Rimbaud, tan joven. Más lógico sería que lo hubiese dicho Baudelaire. Digo Baudelaire porque también era francés y poeta y porque últimamente le estoy cogiendo respeto. Lo que no obsta para que no entienda su poesía (pero menos entiendo la de Rimbaud).
    La cita. Todos tenemos algo escondido que si fuera público haría que todo el mundo nos odiase. La frase desanima y anima a la vez. Desanima porque nos señala como culpables. Anima porque el mal es de muchos y yo soy tonto. No es que tenga claro cuál es mi algo escondido, pero perfecto, no soy. Ni nadie, hasta de la Madre Teresa he oído hablar mal.
    Antes se decía que los trapos sucios se lavan en casa. Ahora el péndulo se ha ido a la otra punta y se cumple a rajatabla lo que pronostica la cita: las cosas escondidas se descubren y los responsables son debidamente odiados. Eso es exactamente lo que pasa en esta época de señalamientos y linchamientos mediáticos.
    Lo de antes estaba mal, aquellas coladas caseras; lo de ahora no está bien del todo, por dos razones. La primera porque no siempre las cosas sucedieron como se cuentan o son directamente falsedades. La segunda porque el odio pesa demasiado y desequilibra la balanza. Claro que quién sabe dónde está el punto de equilibrio de esa balanza. No pongo ejemplos porque me odiaríais.

sábado, 16 de noviembre de 2024

Mejor así

    Volvemos en cuarenta segundos. Hay cambio de narrador. No sé quién era el otro. Sería sudamericano o mexicano, por esa palabra, mesada. En todo caso, ha hecho lo más difícil; arrancar con la historia; plantear un escenario, la Sorbona, y unos personajes, Akito Kamura, la bestia, y la ingenua Ilke, la bella holandesa atraída por el talento misterioso del Quasimodo nipón. Llegados a este punto, Akito se está viniendo arriba. Dentro sintonía, estamos en el aire.
    Akito le muestra a Elke el álbum de estampas eróticas. Esta se fija, curiosa; sorprendida por la no tan sutil maniobra; no se lo esperaba. Pero a Elke el amor físico le parece algo de lo más natural. Sospecha que en Holanda se folla más que en Japón, o, por lo menos, que las holandesas como ella follan bastante más que los japoneses como Akito. El torpe intento de hacerse el experto Casanova oriental le provoca una ternura carente por completo de impulsos libidinosos.
    Akito teoriza sobre el arte erótico japonés, y señala los rostros impasibles, los moños de los que despuntan agujas y cintas, los cuerpos envueltos en kimonos —serán kimonos— que se entreabren mostrando la unión carnal en toda su crudeza.
    Elke no sabe qué hacer, admira la mente de Akito, disfruta con sus saberes poliédricos, pero no se ve enzarzada en lo que sería una desigual e inarmónica coreografía sexual. Tampoco quiere herir su orgullo masculino. Peligro, no ve ninguno; le basta imaginar el encuentro sobre un tatami entre la atlética holandesa y el escuchimizado japonés, no habría color.
    Se acuerda entonces de su madre, en Amsterdam, de sus alusiones a unas supuestas armas de mujer. Siempre le había parecido un comentario machista; ahora intuye que se refería a situaciones como esta, a las habilidades necesarias para disuadir de forma inocua al samurai Akito, estimado compañero de estudios, erudito en artes varias, inseguro aprendiz de seductor.

    Nota: Este es un remake incruento del relato de Julio Ramón Ribeyro Al pie de la letra

miércoles, 13 de noviembre de 2024

Golpes en la puerta

    Tenía catorce años, era una noche cálida de verano y Martín volvía con dos amigos de las fiestas del pueblo vecino. Iban por el arcén, hablando de chicas y bromeando, cuando, en una curva, un coche se lo llevó por delante. Atropello con resultado de muerte, así lo reflejó el informe policial.
    Todo resultó muy confuso. El conductor dijo que el chico se había metido en la calzada y que no lo pudo esquivar. Los amigos, en estado de shock, no pudieron decir nada concluyente. Habían ingerido alcohol, tanto ellos como el conductor. Los padres no quisieron saber nada y pidieron que no hubiera autopsia. Nadie les iba a devolver ya a su hijo. Todo lo que quedó fue una vida truncada y un agujero negro en la familia que de año en año se fue haciendo más y más profundo.
    Martín tenía una hermana, María, que creció a la sombra de aquella desgracia. Con el tiempo se casó y formó su propia familia. En verano siguieron frecuentando el mismo pueblo y compraron una casa en un concejo a unos tres kilómetros del centro urbano. No era la carretera del accidente. Ahora, los abuelos ya no están y la hija mayor, que se llama Martina por el tío fallecido, va a cumplir los trece.
    No siempre la pueden acercar al pueblo para que esté con sus amigos. Muchos días va y viene en bicicleta. Ha pedido una moto para su cumpleaños. Pronto serán las fiestas y ya ha dicho que tiene que ir a la verbena. Cada mañana, su madre, María, revive el amanecer de aquel día, hace ya treinta años; el despertar brusco, los golpes repetidos en la puerta, la primera luz entrando por la ventana.

domingo, 10 de noviembre de 2024

La vida con sordina

    La vida con sordina, así es como parece que me llega a veces. Estoy hablando de sentimientos. Si hablar de normalidad es siempre aventurado, en el campo de las emociones lo es aún más. En lo que se refiere a la salud del cuerpo; aunque estemos, en principio, sanos siempre habrá pequeños ajes. No hay cuerpo sano del todo como no hay cutis perfecto. De modo análogo, nadie está bien del todo mentalmente. Los médicos curan algunos de nuestros males físicos, otros solo ayudan a sobrellevarlos. Por lógica, con los de la mente pasará lo mismo.
    En mi caso, no lo sé porque nunca he ido al psicólogo o al psiquiatra. La razón, sospecho, es que uno de mis problemas mentales es precisamente mi incapacidad de acudir a uno de esos especialistas. Por fortuna el otro problema que tengo atenúa el efecto negativo del primero. Ese otro problema es el de la sordina que decía al principio.
    También lo llamo ser tonto emocional. Siento como todo el mundo, claro, no soy un desalmado y de hecho en ciertas situaciones se me humedecen los ojos con facilidad, pero en otras todo es más light, más descafeinado. No sé si vale de ejemplo, pero me he acordado de cuando mi suegro se estaba muriendo en el hospital. Me conté las pulsaciones y eran unas sesenta, normalidad absoluta.
    Otro síntoma: sean cuales sean las circunstancias no pierdo el apetito. Aquí no pongo ejemplos porque no me gustan, me incomodan. Las emociones me llegan atenuadas y a veces no capto los sentimientos ajenos. Cosas que a mí me parecen sin importancia afectan mucho a otras personas y no me doy cuenta. O me doy cuenta tarde, y entonces lo siento de veras.

jueves, 7 de noviembre de 2024

El tiempo no existe

    El tiempo no existe, lo que existe es el movimiento, el cambio. El tiempo es una abstracción humana, probablemente anterior al mismo lenguaje, propiciada en origen por la sucesión de los días y las noches, por la alternancia de la luz y la oscuridad que se deriva, por supuesto, de un movimiento, la rotación de la Tierra. El tiempo es una abstracción muy bien traída, eso por descontado; una invención muy útil para organizarse y también para las cavilaciones de físicos y filósofos.
    Haciendo una frase podríamos decir que el tiempo es el mundo en movimiento. O, matizando, evitando el verbo ser: llamamos tiempo al mundo en movimiento. La prueba de que esto es así es que si no hubiera movimiento, si nada cambiara, si todo se parara por completo, el concepto tiempo carecería de sentido. No habría forma de distinguir un segundo del siguiente; aunque, en cualquier caso, no quedaría nadie para comprobarlo.
    Lo que nos desgasta no es el tiempo, sino el cambio, el movimiento; todos y cada uno de ellos, incluidos los peristálticos y los microscópicos; y lo que sea que hagan los electrones dentro del átomo. La vida es cambio y los seres humanos, desde siempre, hemos querido ralentizarlo, intentando que ese cambio no nos afecte. Tal vez por pura intuición, hemos buscado la inmovilidad como método de conservación; por ejemplo en el yoga o en la meditación budista. Pero la inmovilidad absoluta no es posible, por muy concentrados que estemos seguiremos respirando y este fatídico corazón nuestro no cesará de latir. Hasta que cese, claro.

lunes, 4 de noviembre de 2024

Novum verbum

    Todos somos egocéntricos, sospecho; no serlo implicaría padecer algún tipo de trastorno de personalidad. Lo prudente es serlo sin que se note demasiado. Una vez, una conocida, no diré amiga, nos mandó a todos sus contactos un correo electrónico con una foto de su padre que cumplía ochenta años y un texto laudatorio en el que expresaba su emocionada devoción filial. No sé los demás, pero mi reacción, diría que instintiva, fue pensar: esta debe de creer que los demás no tenemos padre. A mí por lo menos nunca se me ocurriría mandar a nadie algo así. A nadie que no fueran mis hermanos.
    Por ese motivo cuando repaso algo escrito procuro quitar todos los yo de los que se pueda prescindir. Una forma de eludir el yoísmo auto-descalificador es diluirse un tanto y utilizar la primera persona del plural. Tiene mucho sentido hacerlo porque un ser humano solo no puede nada, y decir nosotros es apelar a la solidaridad y a la comprensión de los demás, decirle al otro que no te crees mejor que nadie, buscar su complicidad.
    Utilizar el nosotros es una medida humidificadora, en el sentido de que alivia la sequedad del yo. Es broma, a medias; he omitido una ele. Quería decir humildificadora. La palabra no existe (no existía). Es una (humilde) propuesta que hacemos (guiño) para expresar esa idea de algo que ayuda a ser humilde, y que, de paso, por qué no, también refresca un poquito; algo humildificador.

    Nota: Novum verbum es "palabra nueva" en latín. Hace tiempo titulé otra entrada Novum sermo creyendo que significaba lo mismo. Ahora aprendo que no exactamente, al parecer sermo significa "discurso".

viernes, 1 de noviembre de 2024

Más Pessoa

    La literatura es la prueba de que la vida no es suficiente (o de que la vida no alcanza, en otra versión). La cita se atribuye a Fernando Pessoa. Pessoa, persona en portugués, el nombre perfecto para un escritor que fue tantos autores a la vez. No he encontrado donde lo dijo pero las dos testigos que lo aseguran, Rosa Montero y María Negroni, merecen toda mi credibilidad.
    La frase me gusta aunque cualquier desconfiado se sonreiría al oírla, claro, qué iba a decir Pessoa si se dedicaba a ello, a la literatura. Hay quien dice que vida y literatura son incompatibles, cada una excluiría a la otra. El mismo Pessoa afirmó algo en ese sentido: La vida perjudica a la expresión de la vida. Si viviese un gran amor, no podría contarlo; de lo que se deduce que, además de que Pessoa no había vivido aún ningún gran amor, la vida no solo no era suficiente, para él, sino que renunciaba a parte de ella en aras de la literatura.
    Otra cuestión es la premisa de la que se parte, esa insuficiencia de la vida. Siendo como es una impresión general —la de que la vida se nos queda corta— si lo piensas un poco no está tan claro. Una vida sin literatura parece perfectamente posible, de hecho es lo más habitual (como lo es una vida sin fútbol, por cierto).
    También es verdad que si no existiese la literatura habría que inventarla (el alma humana está urdida a base de contradicciones). Además, la vida es la que es, tal cual ha surgido en la naturaleza, decir que no es suficiente sería como querer enmendarle la plana al autor del diseño (si fuera posible identificarlo).