Hace años, una vez me paré con la bici en una gasolinera a la salida del pueblo para inflar las ruedas con el compresor de aire que tenían (creo que lo han quitado). Las ruedas de la bici estaban un poco bajas y entonces no tenía en casa el inflador atómico que tengo ahora —atómico es un decir— y con la típica bomba cuesta bastante inflar bien una rueda. Nota, he dicho pueblo y técnicamente es villa, y villa de unos treinta mil habitante; digo y sigo.
Estaba inflando las ruedas de la bici, que por entonces era una mountain bike, cuando paró a mi lado, seguramente con las misma intención de inflar sus ruedas, una moto tipo vespa, pero en moderno, con su obligatorio motorista, que se cubría la cabeza con su también obligatorio casco.
En cuanto detuvo la moto detrás de mí me saludó efusivo por mi nombre. Con aquel casco puesto, y cerrado por completo, no podía verle la cara. Le contesté en el mismo tono, o mejor dicho rebajando un par de grados la efusividad y sin mencionar su nombre, ya que en realidad no sabía quién era. La voz tampoco disipó la duda.
Por el sitio y por la moto me vino a la cabeza un candidato al puesto (al puesto de motorista que se detiene a inflar las ruedas en aquella gasolinera). Podía ser F. un compañero de trabajo (éramos muchos en la empresa) que siempre estaba sonriente y dispuesto a ayudar. Pero no hubiera podido jurar que era él. Así, intercambiamos unas cuantas amabilidades, terminé de inflar las ruedas y nos despedimos deseándonos lo mejor. Le podía haber preguntado, ¿y tú quién eres?, pero opté por la prudencia.
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