He caído en la cuenta de la mentira de los nombres. He dicho “mentira” para llamar la atención, me temo. En realidad no es para tanto, mentira sería mucho decir. Pero algo hay. Lo intento otra vez: hoy me he dado cuenta de que cuando pienso sobre mí no me acuerdo para nada de mi nombre.
Sobre mí pienso muy a menudo, pero como todo el mundo, imagino. No se trata de una cuestión de egoísmo, o no del todo. No es pensar en uno mismo, sino sobre uno mismo. Como no sé nada de nada, medito sobre ello, sobre el misterio de ser yo. Medito sin método, de un modo completamente amateur. Y no adelanto nada; o bueno sí, adelanto un poco, veo un poco más claro que no veo nada.
Este de hoy es un pequeño progreso en mi comprensión del mundo: el nombre no importa. Me podría haber llamado José Luis, por ejemplo, y en familia me llamarían Joselu o Chelis o de cualquier otra manera. Pero me llamo Javier y me llaman Javi. Y no significa nada. Sea lo que sea el ser humano, ponerle un nombre no tiene mucho más sentido que el de facilitar que Hacienda pueda distinguirnos (cosa que a la Muerte no le hace falta).
Pienso sobre mí mucho más de lo que pienso sobre ti, eso desde luego, y en ningún momento me pongo nombre, porque todos los nombres son aleatorios y porque no hace falta: soy yo solo en mí y no me puedo confundir con nadie más. Aquí estoy; en mí, solo, sin nombre.
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