jueves, 9 de abril de 2020

Consejos vendo

De una entrevista a Javier Gomá, filósofo, me he quedado con una idea: Cada persona es el infinito para sí y casi nada para el mundo. Ese “infinito” me cautiva, parece otorgarnos poderes mágicos, o la ilusión de tenerlos. El problema es cómo vivir ese desequilibrio entre el infinito interior y el casi nada del exterior. Necesitaríamos un radar para evitar los choques de egos. Una buena norma es escuchar más que hablar. Lo que pudiéramos decir, ya lo sabemos (y seguramente el interlocutor también); es escuchando cuando puede que aprendamos algo. Otra buena costumbre es que cuando nos preguntan, por educación, “¿qué tal estás?”, la respuesta sea invariablemente “bien, gracias” (si hay confianza una alternativa sería “jodido, pero contento”). A no ser que estés bien de verdad, en cuyo caso se puede adornar la respuesta. Si, finalmente, acabamos hablando (somos humanos e imperfectos), estaría bien atender a esta recomendación de Vila-Matas que aparece en su libro “Historia abreviada de la literatura portátil” (se olvidó de abreviar el título): “Si hablas alto nunca digas yo”. Vila-Matas construyó esta frase-proverbio como alusión (las iniciales) al personaje literario Tristram Shandy. Al margen de esa consideración, la frase es un hallazgo, todo un apotegma (dicho breve, sentencioso y feliz) . Estoy en que cada vez que un orador dice “yo”, baja a la mitad en la estima de la audiencia. Además, desde el punto de vista estético, tiene una brevedad difícil de conseguir en castellano (y la brevedad es una virtud casi siempre). Son solo seis palabras; diez sílabas, uno-dos-dos dos-dos-uno; tiene un aire de palíndromo. Igual le pondría una coma: Si hablas alto, nunca digas yo.

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