De una entrevista a Javier
Gomá, filósofo, me he quedado con una idea: Cada persona es el
infinito para sí y casi nada para el mundo. Ese “infinito” me
cautiva, parece otorgarnos poderes mágicos, o la ilusión de
tenerlos. El problema es cómo vivir ese desequilibrio entre el
infinito interior y el casi nada del exterior. Necesitaríamos un
radar para evitar los choques de egos. Una buena norma es escuchar
más que hablar. Lo que pudiéramos decir, ya lo sabemos (y seguramente el interlocutor también); es
escuchando cuando puede que aprendamos algo. Otra buena costumbre es
que cuando nos preguntan, por educación, “¿qué tal estás?”,
la respuesta sea invariablemente “bien, gracias” (si hay
confianza una alternativa sería “jodido, pero contento”). A no
ser que estés bien de verdad, en cuyo caso se puede adornar la
respuesta. Si, finalmente, acabamos hablando (somos humanos e
imperfectos), estaría bien atender a esta recomendación de
Vila-Matas que aparece en su libro “Historia abreviada de la
literatura portátil” (se olvidó de abreviar el título): “Si
hablas alto nunca digas yo”. Vila-Matas construyó esta
frase-proverbio como alusión (las iniciales) al personaje literario
Tristram Shandy. Al margen de esa consideración, la frase es un
hallazgo, todo un apotegma (dicho
breve, sentencioso y feliz)
. Estoy en que cada vez que un orador dice
“yo”, baja a la mitad en la estima de la audiencia. Además,
desde el punto de vista estético, tiene una brevedad difícil de
conseguir en castellano (y la brevedad es una virtud casi siempre).
Son solo seis palabras; diez sílabas, uno-dos-dos dos-dos-uno; tiene
un aire de palíndromo. Igual le pondría una coma: Si hablas alto,
nunca digas yo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario