jueves, 30 de abril de 2020

Recuerdo de Ítaca

Te despiertas cada mañana y sientes el mismo asombro de siempre por el hecho de vivir y por lo extraño que es todo en el mundo. Entonces piensas si no serás un extraterrestre dejado de la mano de algún dios. Al menos a mí me pasa, tengo esa eventual sensación de testigo, de ser un infiltrado en el mundo de los humanos; de los que, en cierta forma, siempre me he visto un poco ajeno. Me pregunto si un día me abducirá una nave y compareceré ante una especie de comité científico. Me interpelarán con un: ¿y?; entonces, encogiéndome de hombros y abriendo las manos, responderé igual: ¿y? Cuando evoco tiempos pasados pienso: ¿por qué no me fijé más? Tal vez esa sea mi misión, prestar atención, fijarme en todo, para contarlo un día a los que me enviaron a este insignificante planeta (con la precaución de haberme borrado antes la memoria). Ahora que mi estancia entre vosotros es ya más pasado que futuro, tiendo, cada vez más, a repasar episodios de mi vida. Puede que sea parte del plan, así mi interpretación de los hechos, llegado el momento, será más fluida. En el colegio los frailes, al entrar en clase, decían: Ave María Purísima, que ya es decir, y los alumnos, en pie y al unísono, replicábamos: sin pecado concebida. ¿Explicaría esto algo? En los recreos jugábamos al fútbol, varios partidos a la vez en el mismo terreno. Una vez metí un gol desde medio campo. Fue sin querer, era bastante malo. Despejé con entusiasmo, sin ninguna intención de chutar a gol, y el balón, caprichoso y describiendo una hermosa parábola, se coló junto al larguero. Algunos días, al acabar las clases, volvía a casa con un grupo de chavales del barrio. Tendríamos diez o doce años. El trayecto, un cuarto de hora escaso, se convertía en una epopeya homérica. Cerca del colegio estaba la sede de un club. Se accedía bajando unas escaleras y había un portero uniformado. El más atrevido se asomaba y llamaba jocoso: ¡poifas uivas, poifas uivas!. Estas dos palabras inventadas, un nombre absurdo para el portero, siguen en mi memoria por razones que sin duda la psicología puede explicar. El portero amagaba y nosotros escapábamos corriendo. Poco más adelante estaban las oficinas de una Compañía Nacional de Oxígeno. Aquí, tras repiquetear en el cristal de la puerta, entre grandes aspavientos, alguno exclamaba dramático: oxígeno por favor, que me ahogoooo. Nuestra ruta pasaba también frente a una galería de arte. Ahora la táctica era la contraria, pasar desapercibidos. Había que deslizarse y, con disimulo, intercambiar los números que identificaban cada cuadro. Las risas venían después, imaginando la reacción de los visitantes: número tres, retrato de mi madre, y el cuadro es de una vaca, jajaja.

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