Te despiertas cada mañana
y sientes el mismo asombro de siempre por el hecho de vivir y por lo
extraño que es todo en el mundo. Entonces piensas si no serás un
extraterrestre dejado de la mano de algún dios. Al menos a mí me
pasa, tengo esa eventual sensación de testigo, de ser un infiltrado
en el mundo de los humanos; de los que, en cierta forma, siempre me
he visto un poco ajeno. Me pregunto si un día me abducirá una nave
y compareceré ante una especie de comité científico. Me
interpelarán con un: ¿y?; entonces, encogiéndome de hombros y
abriendo las manos, responderé igual: ¿y? Cuando evoco tiempos
pasados pienso: ¿por qué no me fijé más? Tal vez esa sea mi
misión, prestar atención, fijarme en todo, para contarlo un día a
los que me enviaron a este insignificante planeta (con la precaución
de haberme borrado antes la memoria). Ahora que mi estancia entre
vosotros es ya más pasado que futuro, tiendo, cada vez más, a
repasar episodios de mi vida. Puede que sea parte del plan, así mi
interpretación de los hechos, llegado el momento, será más fluida.
En el colegio los frailes, al entrar en clase, decían: Ave María
Purísima, que ya es decir, y los alumnos, en pie y al unísono,
replicábamos: sin pecado concebida. ¿Explicaría esto algo? En los
recreos jugábamos al fútbol, varios partidos a la vez en el mismo
terreno. Una vez metí un gol desde medio campo. Fue sin querer, era
bastante malo. Despejé con entusiasmo, sin ninguna intención de
chutar a gol, y el balón, caprichoso y describiendo una hermosa
parábola, se coló junto al larguero. Algunos días, al acabar las
clases, volvía a casa con un grupo de chavales del barrio.
Tendríamos diez o doce años. El trayecto, un cuarto de hora escaso,
se convertía en una epopeya homérica. Cerca del colegio estaba la
sede de un club. Se accedía bajando unas escaleras y había un
portero uniformado. El más atrevido se asomaba y llamaba jocoso:
¡poifas uivas, poifas uivas!. Estas dos palabras inventadas, un
nombre absurdo para el portero, siguen en mi memoria por razones que
sin duda la psicología puede explicar. El portero amagaba y nosotros
escapábamos corriendo. Poco más adelante estaban las oficinas de
una Compañía Nacional de Oxígeno. Aquí, tras repiquetear en el
cristal de la puerta, entre grandes aspavientos, alguno exclamaba
dramático: oxígeno por favor, que me ahogoooo. Nuestra ruta pasaba
también frente a una galería de arte. Ahora la táctica era la
contraria, pasar desapercibidos. Había que deslizarse y, con
disimulo, intercambiar los números que identificaban cada cuadro.
Las risas venían después, imaginando la reacción de los
visitantes: número tres, retrato de mi madre, y el cuadro es de una
vaca, jajaja.
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