“Es que mi marido es
imprescindible”. No sé, no creo que lo dijera sin más, suena
demasiado tonto. Pero el marido, un vecino, es gerente en una
empresa. Le empezamos a llamar así, “el imprescindible”, y
también “el gerente”, aunque no lo conocemos de nada, ni sabemos
a qué se dedica su empresa. Viven en otro portal del mismo bloque,
desde la cocina se ve su balcón. Un día, lo veo regando las plantas
a media mañana. La empresa ha cerrado y está en el paro. El
imprescindible, vaya. Casi me alegro, pero me arrepiento en seguida.
En junio, abre un puesto de periódicos en un local pequeño; con
revistas y chucherías. Al pasar, me suelo quedar mirando las
portadas y espío con disimulo. He ahí un hombre venido a menos,
pienso. Me está empezando a caer bien. En septiembre, el escaparate
se llena de colecciones; Novelas Eternas, Maestros de la Pintura,
Superhéroes de la Marvel, y, en una esquina, Grandes Batallas de la
Historia. Siento una fascinación, algo enfermiza, por las batallas.
De pequeño me regalaron la batalla del Metauro, un juego con un mapa
del escenario (la ribera del río Metauro) y los ejércitos romano y
cartaginés; dos decenas de figuras, los romanos de rojo y con
caballería, los cartagineses de azul, con un elefante. Con el primer
fascículo, dedicado a Waterloo, viene una novela con el oportuno
título de “La batalla”. Seducido por la oferta de lanzamiento,
entro y el ex-gerente, solícito, me vende el fascículo con una
sonrisa. En casa compruebo que la novela, de Patrick Rambaud, ganó
el premio Goncourt. Empiezo a leerla y está muy bien. Narra la
batalla de Essling, el primer revés de Napoleón. Días más tarde,
el vecino me ve por la calle, me saluda, y me dice que ya ha salido
el segundo fascículo, la batalla de Gettysburg. Incluye el discurso
de Lincoln, claro.
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