Es difícil contar algo original sobre la naturaleza. Pero a veces me digo: si hay escritores que se pasan páginas y páginas describiendo los matices de la luz en su jardín, por qué no voy a hacer yo algún comentario de vez en cuando. Ayer, la tarde fue cálida, para octubre, y al anochecer el reflejo del sol en las nubes, que oportunamente se habían colocado hacia el oeste, nos regaló un atardecer rojo.
Como no espabilo, saqué unas fotos con el móvil, pero lo cierto es que el resultado no fue satisfactorio. El cielo está muy bonito, oí que decía una vecina. Eso me hizo pensar que hay gente que no lo aprecia, que es bastante indiferente a estas cosas y la verdad es que no me atrevo a censurarlo.
Hoy me he levantado a las seis y cuarto, y después de desayunar —lo primero es lo primero— he salido a ver qué temperatura hacía. Se veían bastantes estrellas. Aquí la tentación es escribir que el cielo estaba cuajado de ellas, o algo así; pero quiero ser riguroso. Aún era de noche y de la Luna ni rastro. Tampoco estaba viendo todo el cielo, digamos que una cuarta parte. Sé poco del tema pero sí que los dos o tres puntos más brillantes suelen ser en realidad planetas; Marte, Venus o Júpiter.
Hasta aquí, bastante bien; me levanto pronto, bien por mí, y veo el cielo estrellado en el silencio de la noche. Pero tengo que añadir que lo he visto a través de los cristales de mis gafas. No tengo buena vista, la tengo regular tirando a mala. Y he sentido envidia, o más bien impotencia. Ahí estaban las estrellas y veía algunas pero qué no vería alguien con buena vista; yo solo atisbaba, mientras me ajustaba las gafas sobre la nariz, un puñado de astros luminosos.
Hacía frío, veía estrellas, ¿qué hacer con ello? Nada, pensar que somos pequeñitos, que igual la vida de verdad está en el fuego de las estrellas y nosotros solo somos unos seres lentos y fríos que lo vemos de muy lejos sin entender nada.
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