lunes, 6 de octubre de 2025

Llámame Emma

    Leí, hace muchos años, “Madame Bovary” y puedo decir que me afectó igual que el sirimiri a un viandante con chubasquero, las pequeñas palabras justas de Flaubert se deslizaron como gotas inofensivas sobre mi piel de plástico de lector impermeable. Por eso, y por el creciente respeto que les tengo a los clásicos de la literatura, llevo un tiempo con la idea de leerlo de nuevo, que en la práctica sería como volverlo a leer por primera vez (oxímoron).
    Sobre los clásicos. Es habitual ponerse en guardia ante ellos; vaya rollo, qué me importa algo escrito hace siglos. Y a veces será así, pero luego resulta que vas leyendo alguno que otro y te das cuenta de que si un libro gusta a todos todo el tiempo, no puede ser por casualidad.
    Antes de lanzarse a ello, hay que tener en cuenta la traducción. Con estos clásicos es especialmente importante. Una traducción antigua puede ser mortal de necesidad. Por suerte ahora, con Internet, es fácil indagar y en el caso de Madame Bovary me he enterado de que la primera traducción es de finales del XIX y el que la perpetró le adjudicó el título de “¡Adúltera!”, signos de exclamación incluidos. Sin comentarios. Después ha habido bastantes más y una de las mejores, de 1975, es la de Consuelo Berges.
    Pero hay otra, de María Teresa Gallego Urrutia, tan alabada o más que aquella y más reciente en el tiempo (2012). Tiene, además, la audacia de introducir un cambio en el título mismo, que pasa a ser “La señora Bovary”. Es un cambio que tiene toda la lógica del mundo; si estamos traduciendo, traduzcamos. Esta Gallego Urrutia está metida ahora mismo, a cuatro manos con su hija, en la traducción de “En busca del tiempo perdido”. Por cierto que el libro también está traducido, y bien, al euskera.

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