viernes, 20 de agosto de 2021

Mi no-mili

    Cuando era pequeño y aún no sabía atarme los zapatos mi madre, mientras me hacía la lazada, me decía: no, si tendré que ir contigo a la mili para atarte las botas. No hizo falta, porque no hice la mili. No hice la mili por que me declararon inútil. Inútil para el ejército, no para la vida normal, que quede claro.
    Me alegré de aquella declaración, creo que fue justa, aunque me queda una ligera duda de si tuvo algo que ver, además de las dioptrías, que mi oculista tuviera cierto ascendiente sobre los militares. El caso es que ni tan siquiera tuve que presentarme ante el tribunal médico, el aval del doctor C. bastó.
    Me alegré, digo, pero también reconozco que con el tiempo me ha quedado una sensación de pérdida por no haber hecho la mili. Lo pienso y comprendo que puede ser algo absurdo sentirla, pero ahí está. La razón debe ser haber oído una y mil veces las anécdotas de la mili de mis coetáneos; uno estuvo de chófer de un coronel, otro arreglaba las lavadoras de los oficiales, aquel que enseñaba a leer a los reclutas analfabetos, el que se sacó el carnet de camión. El mismo Muñoz Molina contó su mili en “Ardor guerrero”.
    El campamento, el sargento chusquero, el alférez de complemento, la cantina, las maniobras, el cetme, las guardias, el rancho, el destino, el pase pernocta; las historias interminables de la mili. Si casi me parece que estuve allí. Un año perdido, se solía decir; pero no del todo, también decían que de allí salían hombres; hombres maleados, en muchos casos. Alguno saldría más sabio, sin duda. Yo no fui, por la vista. En todo caso mi madre podía estar tranquila, para entonces ya había aprendido a atarme los z
apatos.

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