Hay un letrero que ponen a veces en bares, salas de juego o sitios parecidos. Es un clásico que se aferra a una fórmula, por raro que suene, ya establecida, como fosilizada: Reservado el derecho de admisión. Si no tuviéramos asumido el significado puede que ni lo entendiéramos.
Si un bar es un establecimiento público, ¿tiene el dueño el derecho de vetar el acceso a alguien? A uno que arme jaleo, que le deba dinero, que esté en una lista de ludópatas, que le caiga mal, que no alcance un standard de belleza (en una discoteca), que sea de una etnia o de una religión determinada… Esto empieza a oler francamente mal. No veo claro ese derecho a no admitir.
Es que hace poco presencié un caso práctico. En el bar Momo, un local de toda la vida; en su tiempo era conocido por sus alitas de pollo. Ahora lo lleva un boliviano muy trabajador, Julio. Entró uno y antes de que abriera la boca Julio le dijo, a la vez que negaba con la cabeza, no, no; no te voy a servir, lo siento; vete, por favor. El otro puso cara de asombro e intentó decir algo, pero..., yo… Julio no le dejó continuar, no, no, mejor no hablar; ahí al lado tienes otro sitio, puedes ir allí, le dijo, tenso, mientras seguía trajinando con tazas y vasos.
El hombre, compungido, indeciso, daba un paso hacia la puerta y se volvía a mirar a Julio. Pasaron así unos largos segundos hasta que finalmente claudicó y se fue. Julio dijo entonces en voz alta sin dirigirse a nadie en particular: No, ya sé lo que pasa, no sabe callarse, el otro día..., y no. Deduje que esa otra vez se había puesto pesado, molestado a otros clientes, algo así. Una persona que, según todos los indicios, era, y me sentí culpable por pensarlo, un pobre diablo.
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