Como vivo en otro mundo —que sigue siendo este— en el que la fecha cada vez importa menos comento esto ahora: las inocentadas no pasan por su mejor momento. En esta pequeña parte del planeta, por lo menos. Hace unos años el día de los Inocentes oías —o leías— las noticias esperando la broma de turno, han encontrado un dinosaurio vivo en Siberia, cosas así, blancas e ingenuas.
Esto ha ido a menos; cada vez hacen menos gracia, cada vez estamos más resabiados. Es que ya lo sabemos todo. Demasiado sabemos, tanto que el noventa por ciento de lo que sabemos no es cierto. Es inexacto, son medias verdades; o sea, las peores mentiras. O es falso, sin más. Es el gran peligro de esta revolución de las comunicaciones, el peligro de utilizar una herramienta sin haber aprendido antes a usarla.
Hay que aplicar la vieja norma: de lo que no ves, no te creas nada; y de lo que ves, créete solo la mitad. Mi resumen es este: el disparate que antes vociferaba uno en el bar para cuatro congéneres ahora es factible de rebotar de servidor en servidor por todo el planeta. Esto (creo que) ya lo dije (ver “Repetirse” en este mismo blog). El veintiocho de diciembre pasó y no supe de ninguna inocentada. Me preocupó. Una de dos, no las había —y el desengaño y la melancolía se estaban apoderando del mundo— o, lo que es peor, las hubo y no me di ni cuenta.
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