La luz mediterránea. No es una leyenda, existe. Acostumbrado a la luz cantábrica, que por su irrelevancia no es conocida en especial con ese nombre, luz cantábrica, a quién se le ocurre. Acostumbrado, digo, a los tonos grises del Cantábrico, el bravo Cantábrico, eso se le supone, aunque no sé si como mar es algo a ensalzar o a lamentar, la galerna de aquel u otro año. Acostumbrado o no tanto, porque vivo a treinta y cinco kilómetros de la costa tire por donde tire, norte, oeste. Acostumbrado más al gris, digo y redigo, la luz mediterránea es siempre un descubrimiento.
Me pregunto qué será vivir envuelto en esa luz trescientos sesenta y cinco días al año, eso tiene que marcar. Cádiz, por cierto, si somos rigurosos, está en el Atlántico, aunque sea a la vuelta del Mare Eorum (su mar, de ellos), pero bueno. La luz del Mediterráneo, tan lejos y tan cerca, influye en la forma de ser de la gente por el lado de la alegría de la vida.
Una vez estábamos en un pueblo mediterráneo, no en la costa pero cerca, a unos diez kilómetros. En aquel pueblo, era Benisa, debían de ser fiestas y celebraban (de celebrar, de alegrarse) una concentración de bandas de música. Andábamos sin prisa entre la gente, inmersos en aquel aire y aquella luz. Se escuchaba la música de una banda que pasaba bullanguera y se alejaba saliendo de la plaza. Mientras sus sonidos se iban apagando, por el otro lado llegaban los acordes de otra banda que estaba a punto de aparecer.
Ese ir y venir de la música en la brisa de la tarde y en la luz inconfundible nos cautivó y nos pareció un engaño de los sentidos. Y qué íbamos a hacer más que comprarnos un helado y sentarnos en un banco para disfrutar de su sabor, del olor de los jardines, de la caricia del aire, de los sones de las bandas y de la luz, de la luz mediterránea.
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