martes, 21 de enero de 2025

Nuestra eternidad

    La humanidad, en su huida hacia adelante, ha establecido que lo mejor es estar vivo y lo segundo mejor es estar muerto. Pasar del primer estatus, vivo, al segundo, muerto, es confirmar una continuidad según la cual morirse es una progresión en el camino hacia la eternidad. Pero este razonamiento es una falsa ilusión que nos hacemos: la verdad es que nadie está muerto, no en este mundo (desconozco si hay otro). 
    Decir que alguien ha muerto es correcto; y —en lo sucesivo— decir que ese alguien murió, también. Mi padre murió hace seis años; sí, así fue. Mi padre está muerto; no, incorrecto. La razón es muy simple (como yo, que también soy muy simple): morir es dejar de existir, morir es dejar de estar. Estás vivo o no estás, esa es la alternativa; estar muerto no es una opción.
    La vida se extiende en el tiempo durante el periodo que sea. Según la perspectiva que adoptemos se puede pensar que vivimos durante un lapso considerable o muy breve. La muerte, por su parte, es un suceso puntual, el paso de estar vivo a no estarlo. La muerte es un instante, no un estado; es la transición entre el ser y el no ser, y una vez que no eres ya no estás vivo y tampoco estás muerto, porque lo que no es, lo que no existe, es absurdo pensar que está. No está, eso es todo.
    Lo que queda son unos restos que por deferencia a la especie, en general, y a la familia más cercana, en particular, decimos que son restos humanos. Y esos restos se van difuminando hasta que se confunden en la sustancia de la que está hecho el universo. Ese es el futuro que nos espera, la vuelta al seno de la materia madre, el retorno al mismo lugar del que salimos. Esa es la eternidad a la que pertenecemos.

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