Escritura obsesiva. Es un nombre que propongo para una forma de escribir. Es una forma bastante frecuente; de lo que se trata es de coger una idea, una palabra, una frase, un lo que sea y no soltarlo; como el perro que se ha hecho con un hueso y lo muerde, lo roe, lo sorbe y luego lo entierra para seguir otro día.
Le veo una lógica a este modo de narrar. Lo opuesto sería decir las cosas una sola vez, ahorrar palabras, ser escueto; se han escrito obras maestras así, de acuerdo, pero tienen un inconveniente: lo que se dice una sola vez casi siempre pasa desapercibido o, lo que es peor, no se entiende o se entiende al revés. El que lo escribe lo entiende de maravilla pero el lector a menudo no.
La escritura obsesiva elimina este problema. La idea en cuestión se repite, se contempla desde otros ángulos, se trabajan sinónimos y metáforas, se deletrea, se le da la vuelta, se redacta una versión de lectura fácil y otra adaptada al público infantil; el escritor obsesivo no tiene límites. A propósito, una sugerencia: este tipo de escritura es un potente antídoto contra el síndrome de la página en blanco. Si no se hace bien, sin embargo, puede derivar en lo que llamaríamos escritura diarreica, un auténtico asco.
Un escritor practicante de la escritura obsesiva fue Thomas Bernhard, el austríaco. En sus novelas vuelve una y otra vez sobre lo mismo: una frase, un suceso, un lugar, una costumbre. Hay un ejemplo en su novela Extinción que se me ha quedado porque me hizo gracia. Es la forma en que se refiere el narrador a su cuñado. Dice la primera vez que aparece: mi hermana Caecilia se casó con un fabricante de tapones para botellas de vino. Desde ese momento cada vez que lo nombra lo hace como el fabricante de tapones para botellas de vino. Las he contado —aprovechando las opciones que da el procesador de textos— y son 93 veces. 93 veces a lo largo del libro que escribe con todas las letras: el fabricante de tapones para botellas de vino. Escritura obsesiva, propongo; o, como segunda opción, escritura circular.
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