Es curioso que las tradiciónes, que consisten en repetir lo mismo, nacen cuando alguien hace algo distinto. A veces J. consultaba su reloj de bolsillo. Llamaba la atención, quién lleva hoy un reloj así. Era de mi abuelo decía a modo de sucinta explicación, dando a entender que no iba a dar más detalles.
Con el tiempo supe alguna cosa más de aquel reloj. El dueño original no había sido el abuelo, sino el padre de aquel, el bisabuelo, que también se llamaba J. El nombre y apellido figuran en el lado interno de la tapa; junto a un año, 1890. La tradición familiar era que el J. de turno, porque todos se llamaban J., regalaba el reloj a su hijo el día de su boda.
Todas las tradiciones comienzan siendo una innovación, y pueden acabar convirtiéndose en una carga. ¿Es necesario llamarse igual que el padre? No deja de ser la causa de molestas confusiones. Y a su vez, ¿es obligatorio casarse? Por cierto, el abuelo tenía una hermana que, siendo la mayor, cuando se casó no heredó el reloj. Aquella tía-abuela no tuvo una vida feliz. Pronto se separó y el comentario recurrente era que la pobre tía E. bebía demasiado y había acabado en un asilo, trastornada.
Así que J., este J. de ahora, sigue portando su reloj de bolsillo, no sabe muy bien por qué: por costumbre, por devoción familiar, por ser original. Sea como sea, no hay un quinto J. y hace tiempo que al nuestro le está pareciendo que hay algo erróneo en esa solemnidad del reloj heredado. Además, ha hecho un cálculo del tiempo que dedica a darle cuerda o llevarlo al relojero y le ha salido que puede llegar a pasar un mes de su vida ocupándose del dichoso reloj.
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