lunes, 10 de marzo de 2025

Agua en el tejado

    Una vez, antes de internet, me llegó una carta desde los Estados Unidos. Fue una sorpresa; alguien allí sabía de mi existencia. El sobre era algo abultado. Lo abrí y era una oferta de trabajo, o casi. Se trataba de una empresa que fabricaba recubrimientos asfálticos y buscaban comerciales que vendieran su producto aquí.
    El bulto en el sobre se debía a una muestra, un rectángulo de unos cinco milímetros de espesor de lo que me pareció una goma dura agradable al tacto. Iría a comisión, claro y ofrecían asesoramiento y creo que incluso la posibilidad de algún cursillo allí, en Arizona o donde fuera.
    Si bien halagado de que, de alguna forma, me hubieran elegido como candidato al puesto, habían cometido un error: soy la antítesis del agente comercial, carezco por completo del entusiasmo y el don de gentes necesarios para presentarse en cualquier sitio y convencer a nadie de que compre algo.
    En la carta mencionaban la excelencia de su producto para impermeabilizar cubiertas de edificios. Eso me hizo pensar en el taller del que era socio mi padre y sobre cuyo techo había una lámina de agua. Esto del agua en el tejado puede parecer un despropósito. Para las humedades no es bueno pero debe de tener otras ventajas; como aislante térmico, por ejemplo, o como reserva de agua.
    Subí una vez para verlo con mi hermano, que trabajaba allí. La profundidad era escasa —lógico si pensamos en el peso a soportar por el edificio— y el agua estaba bastante turbia. Sin embargo, había peces. ¿De dónde habían salido? Unos pececillos que se movían perezosos rondando las plantas que habían crecido precariamente en aquel extraño hábitat.

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