Cerca de 1800 poemas escribió Emily Dickinson y solo me sé una línea suya de memoria, esta: Unto my Books — so good to turn (Qué bien volver a mis libros). Un poco de Emily es mucho. Me vendría bien la máquina del tiempo de H G Wells para ir a visitarla. Pero, aún suponiendo que la consigo, estará desajustada y lo mismo me puede llevar a su bautizo que a su funeral. Mejor lo primero, así podría tenerla en mis brazos y susurrarle alguna dulce nadería.
Más factible sería verla en un sueño, pero no me vale uno inventado y en los de verdad, hasta ahora, no la he visto. Era una chica seria, Emily, y así aparece en la única foto que se da por auténtica: dieciséis años y el semblante sereno; un vestido sencillo, el pelo recogido.
Descartado, de momento, el sueño, la segunda opción para ponernos en contacto es escribirle una carta. Emily escribió —y recibió— muchas cartas. Se conservan unas mil y eso que, al morir, quemaron todas las que pudieron. Así que le mandaré una dirigida a su casa en Amherst, Massachusetts.
Añadiré en la dirección un año, 1862, por si existe un ministerio del tiempo que la tramite. Y si no existe, no importa porque ahora mismo allí, en la casa museo, debe de trabajar una experta en su vida y obra que también se llamará Emily. Una mujer activa y enérgica, a la vez que sensible y delicada. Será esta Emily del siglo XXI la que lea y responda a mi carta.
Me dirigiré a ella con un Querida Emily y le diré que ya ha comenzado la primavera, que me ha gustado saber que vestía siempre de blanco, que también me gusta como escribe con mayúscula las palabras importantes y como usa los guiones para señalar las pausas. Le preguntaré cuál es, entre los suyos, su poema favorito y también si es cierto, ahora que ya no importa, que su cuñada Susan fue el amor de su vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario