jueves, 13 de marzo de 2025

Anginas

    Llorar es tan humano que, según el tópico, es lo primero que hacemos al nacer. Llorar puede ser tanto una respuesta como un síntoma; una reacción al mundo, a una agresión real o imaginaria, o un desahogo por algo que está ahí dentro, latente. No es lo mismo llorar de día que llorar de noche. Un niño que se pasa el día llorando puede que sea un consentido, un aprendiz de manipulador. En cambio nadie, pudiendo dormir, llora toda la noche si no tiene un buen motivo.
    Se me ocurre esto pensando en la primera vez que pasé por un quirófano. Tenía dos o tres años y no lo que recuerdo, solo lo que me contaron después. Era un niño propenso a las anginas, las infecciones de garganta, y la solución de la época era extirpar las amígdalas. Ahora resulta que no es conveniente porque protegen el organismo.
    Mi madre me contó que después de la operación estuve llorando toda la noche y no paraba de sangrar. La llorera provocó la hemorragia, o a la inversa. Se preocuparon bastante. No me dijo que temieran por mi vida, pero he considerado esa posibilidad. Podía haber muerto y el mundo, por el efecto mariposa, hubiera cambiado por completo; aunque, en mi opinión, un mundo sin mí no hubiera tenido ninguna gracia.
    De aquel momento de crisis he sacado dos conclusiones. Una, reconfortante, la idea de mi madre pasando la noche en vela a mi lado. La otra, inquietante, la sospecha de que ese episodio traumático en la primera infancia haya sido determinante en mi vida, para bien o para mal.

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