Hace cinco años de nuestra pandemia, aunque yo no me contagié o, si lo hice, no me enteré. Esto último, contagiarme y no enterarme, es lo que me gustaría que hubiese pasado, para qué negarlo. Contagioso, el virus, lo era, y mucho; llegó hasta el último rincón del planeta. Hay constancia de que afectó a nueve de cada cien terrícolas y, de estos, uno de cada cien murió. Redondeando, ocasionó la muerte de uno de cada mil habitantes de la Tierra. Puede que a los que quedamos no nos parezcan tantos, pero fueron muchos, demasiados. Y las cifras reales deben de ser mucho mayores.
El confinamiento nos tuvo que afectar psicológicamente (todo nos afecta), pero a unos más que a otros. Tengo la impresión de que un nuevo confinamiento sería más duro para todos. Escribo esto pensando en la distancia social, el espacio físico que guardamos cuando nos relacionamos. Es instintivo, si alguien se me acerca demasiado me retiraré un poco o si está más lejos de lo habitual, me acercaré. Entre todos, vistos por un científico, debemos de semejar una especie de ballet, tipo física de fluidos, donde nos movemos como moléculas en búsqueda de un equilibrio interactivo.
Tengo una pregunta. En la pandemia, cuando salimos de nuevo a la calle, esa distancia física aumentó, por instinto y por recomendación de las autoridades, y se hizo llamativa, al cruzarse con alguien uno se alejaba lo máximo que permitía la acera (lo que antes hubiera parecido antisocial). La pregunta que me hago es cómo ha evolucionado esa distancia desde entonces. Algún sociólogo lo estará estudiado. Algo me dice que se habrá ido reduciendo pero no hasta sus valores originales. El virus nos cambió.
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