La primera, la segunda y la tercera. Me refiero al punto de vista en una narración. En las novelas clásicas, no en todas pero sí a menudo, el narrador es un ser omnisciente que cuenta una historia en tercera persona dando los detalles que considera oportunos. Estos detalles pueden incluir descripciones del paisaje, la situación meteorológica, el aspecto y vestimenta de los personajes, lo que hacen, lo que dicen, lo que comen, lo que piensan, lo que sienten... Queda patente que si no se explaya más es porque no le da la gana, no porque no lo sepa.
De esto se deduce que ese narrador no puede ser otro sino Dios. Pero sabemos de buena tinta —guiño— que en realidad el autor de la novela es un ser humano, a veces uno muy sabio pero en ningún caso tan sabio. Esa forma de narración, tan habitual, es pues una gran mentira, un burdo engaño que asumimos no sé bien por qué: por costumbre, por inocencia, porque nos encanta enterarnos de todo o, como explicó el poeta inglés Coleridge, por suspensión de la incredulidad.
Una aclaración, la narración en tercera persona es también perfectamente natural cuando se limita a ser la voz de un testigo que refiere lo que ha presenciado o le han contado, aderezado con los comentarios personales —suyos— que se le hayan podido ir ocurriendo. Y solo eso. Nadie puede saber lo que piensa el otro, solo puede decir lo que le parece que pueda estar pensando, que es algo muy distinto, tan distinto que rara vez coincidirá con lo que de hecho esté pensando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario