No escribo novelas —por falta de talento— pero si las escribiera (si averiguara que escribiría si escribiese) no me quedaría otro remedio que redactarlas en primera persona. Porque es la única voz que conozco, la mía propia. Es la única forma de aparecer verosímil, aunque te estés inventando cosas. Me reconozco incapaz de meterme en la psique de nadie.
Cuando alguien empieza a generalizar, a dar por sentado que está expresando el sentir general, se le suele decir: “habla por ti” (porque solo a ti te representas). La voz en primera persona del singular es la que mejor entendemos. Nos agrada —me parece— porque nos sitúa ante un igual, ante un espejo, y es la mejor oportunidad que podamos tener de asomarnos al interior de otro ser humano; aunque no somos tan ingenuos como para no sospechar que nunca nadie nos va a confesar toda la verdad de sí mismo (todas sus vergüenzas). O casi nunca, hay gente para todo.
Luego está segunda persona del singular. A veces la utilizo, casi sin darme ni cuenta. Pero es que escribir en segunda persona no deja de ser una forma retórica de seguir hablando por uno mismo, reconociendo que al fin y al cabo tú y yo somos los dos humanos, que de alguna forma yo soy tú y tú eres yo; que somos bastante intercambiables, mal que nos pese.
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