Fue a esperarme a la estación con un vestido de verano que le dejaba los hombros al aire, estaba deslumbrante. Fuímos paseando hasta el club; dijo, bromeando, que se había arreglado para la fiesta y apunté, galante ingenuo, que a ella no le hacía falta ningún arreglo.
El club era una sociedad deportiva con pistas de tenis, frontones, cancha de baloncesto y el edificio social donde estaba el salón, engalanado para la fiesta, y donde me presentó a sus amigos, chicas y chicos, todos altos, guapos, atildados y comedidos. Se oía una música suave de fondo, en un lateral había una mesa con bandejas de comida y bebida; al fondo un tinglado de micros, cables, e instrumentos preparados para el baile. Un par de lo que parecían madres ayudaban con el catering mientras supervisaban todo discretamente. En resumen, una auténtica antifiesta.
Intercambié comentarios sobre el curso recién acabado y las próximas vacaciones, bailé patosamente cuando tocó y Miranda me dedicó su atención a intervalos bien medidos con su habitual saber estar. El curso siguiente Miranda lo iba a pasar en Estados Unidos con una beca; para la que era imprescindible, por cierto, el título de inglés de la escuela de idiomas. Antes de que dieran las doce me acompañó de vuelta a la estación y en el último momento se despidió con un beso en la mejilla y su mejor sonrisa. Esa fue la última vez que vi a Miranda.
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