El fin del mundo va a ser un evento gratuito, pero no parece que vayamos a estar allí —es decir, aquí— para verlo. Para entonces la especie humana hará tiempo que se habrá extinguido. Me refiero al fin de este mundo físico en el que estamos, porque los científicos no descartan que haya otros, también físicos, paralelos o sucesivos en el tiempo.
Tampoco aludo al otro mundo que nos prometen las religiones. Hablo en plural de religiones sin saber, como casi siempre. La gran baza de (casi) todas ellas es asegurarnos que somos eternos, promesa reconfortante donde las haya.
Un posible fin de este mundo consiste en una evolución del presente que, bien pensado, no terminaría nunca; con lo que se trataría de un fin infinito (oxímoron, cómo me gustan). La idea es que el universo se expande y no dejará nunca de hacerlo. Las galaxias y las estrellas se irán alejando más y más unas de otras. Same story con planetas, satélites y todo lo demás. Llegará un momento en que este pobre mundo nuestro consistirá en partículas elementales indivisibles separadas entre sí eones de años luz. O igual no, quién sabe.
Esto podría ser una metáfora de la vida (todo es metáfora de la vida porque todo es vida). Al igual que los astros se alejan unos de otros, un ser humano se separa primero de su madre, en el momento del parto, y luego, paulatinamente, de su lugar de nacimiento, de su infancia, de familiares y amigos, hasta llegar a la muerte completamente solo; aunque también hay quien opina que ya estaba solo desde el principio.
Pero seamos optimistas, incluso en la mayor de las soledades hay vínculos entre nosotros. Mi madre murió hace siete años, alejándose de mí para siempre, me temo, pero dejó rastros que me siguen uniendo a ella. Por ejemplo, el olor del alcohol de romero con el que humedecía el pañuelo que, cuando me constipaba, me anudaba al cuello.
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