jueves, 11 de diciembre de 2025

Miranda

     Conocí a Miranda en quinto de inglés en la escuela de idiomas. El primer día se sentó a mi lado con un leve gesto de saludo. En la segunda clase se presentó, soy Miranda, mientras sacaba el cuaderno y el bolígrafo de la mochila.
    Era una chica desenvuelta, de rasgos delicados, ojos oscuros, media melena de pelo negro, ropa juvenil con un toque clásico, maquillaje mínimo y un sutil aroma a perfume. El cuarto día se retrasó y a la salida me reconvino, con un mohín amistoso, por no haberle guardado el sitio. No sé qué cara pude poner; de sorpresa, de decir, ah, así que estamos juntos en esto. En lo sucesivo le reservé la silla con celo de perro guardián.
    Así nos fuimos conociendo sin intimar demasiado. Estudiaba Empresariales y por los detalles que se iban deslizando, entre ellos un apellido compuesto, deduje que era de familia bien. La imaginaba recibiendo clases de equitación y cosas así, aunque nunca dijo nada de caballos. A veces, Miranda no podía venir, por lo que fuera, y luego me pedía los apuntes. Antes del examen final, quedamos un par de tardes para repasar ejercicios y el alfabeto fonético que nos traía de cabeza.
    Me contó que hacían una fiesta fin de curso “en el club” y me invitó a acompañarla; en parte, supuse, como agradecimiento a los servicios prestados. Con todas las dudas del mundo —qué club era aquel, como debía ir vestido, qué gente me encontraría— le dije que sí, que por supuesto; no podía rechazar una invitación de Miranda.

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