Me despierto en medio del sueño pero todavía metido en el papel; estoy triste, desanimado. Tengo que hacer un ejercicio de voluntad para convencerme de que no hay razón para sentirse mal. El escenario, pienso ahora, debía de ser el piso que alquilaron mis padres durante varios veranos. Ni mi hija mayor ni mi cuñado número dos estuvieron nunca allí. Mi madre hace unos años que murió. El chico desconocido se parecía a alguien con el que trabajé, un tipo listo y amable en el que sin embargo algo no encajaba.
Me vuelvo a preguntar qué hay detrás de todo esto que me ha pasado en sueños, que he vivido de alguna forma. Hay un precedente, sí, lejano, de mi adolescencia. Ese recuerdo ha estado todo el rato flotando en el ambiente, en el subconsciente del sueño.
Era verano, estábamos en aquel mismo piso y por algún examen, creo, estuve fuera un par de días. A la vuelta me enteré de que, en mi ausencia, habían hecho una chocolatada junto al río. Puede parecer idiota, es idiota, pero me dolió. Me hubiera gustado mucho estar allí, comprobar el espesor del chocolate, untar en él pan con mantequilla,, beber a sorbos el chocolate caliente, limpiarme la comisura de los labios. Pero no estuve. Nadie le dio ninguna importancia y nada dije, pero me dolió. Tantos años después lloro desconsolado en un sueño
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