El tiempo no existe, lo que existe es el movimiento, el cambio. El tiempo es una abstracción humana, probablemente anterior al mismo lenguaje, propiciada en origen por la sucesión de los días y las noches, por la alternancia de la luz y la oscuridad que se deriva, por supuesto, de un movimiento, la rotación de la Tierra. El tiempo es una abstracción muy bien traída, eso por descontado; una invención muy útil para organizarse y también para las cavilaciones de físicos y filósofos.
Haciendo una frase podríamos decir que el tiempo es el mundo en movimiento. O, matizando, evitando el verbo ser: llamamos tiempo al mundo en movimiento. La prueba de que esto es así es que si no hubiera movimiento, si nada cambiara, si todo se parara por completo, el concepto tiempo carecería de sentido. No habría forma de distinguir un segundo del siguiente; aunque, en cualquier caso, no quedaría nadie para comprobarlo.
Lo que nos desgasta no es el tiempo, sino el cambio, el movimiento; todos y cada uno de ellos, incluidos los peristálticos y los microscópicos; y lo que sea que hagan los electrones dentro del átomo. La vida es cambio y los seres humanos, desde siempre, hemos querido ralentizarlo, intentando que ese cambio no nos afecte. Tal vez por pura intuición, hemos buscado la inmovilidad como método de conservación; por ejemplo en el yoga o en la meditación budista. Pero la inmovilidad absoluta no es posible, por muy concentrados que estemos seguiremos respirando y este fatídico corazón nuestro no cesará de latir. Hasta que cese, claro.
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