Tenía catorce años, era una noche cálida de verano y Martín volvía con dos amigos de las fiestas del pueblo vecino. Iban por el arcén, hablando de chicas y bromeando, cuando, en una curva, un coche se lo llevó por delante. Atropello con resultado de muerte, así lo reflejó el informe policial.
Todo resultó muy confuso. El conductor dijo que el chico se había metido en la calzada y que no lo pudo esquivar. Los amigos, en estado de shock, no pudieron decir nada concluyente. Habían ingerido alcohol, tanto ellos como el conductor. Los padres no quisieron saber nada y pidieron que no hubiera autopsia. Nadie les iba a devolver ya a su hijo. Todo lo que quedó fue una vida truncada y un agujero negro en la familia que de año en año se fue haciendo más y más profundo.
Martín tenía una hermana, María, que creció a la sombra de aquella desgracia. Con el tiempo se casó y formó su propia familia. En verano siguieron frecuentando el mismo pueblo y compraron una casa en un concejo a unos tres kilómetros del centro urbano. No era la carretera del accidente. Ahora, los abuelos ya no están y la hija mayor, que se llama Martina por el tío fallecido, va a cumplir los trece.
No siempre la pueden acercar al pueblo para que esté con sus amigos. Muchos días va y viene en bicicleta. Ha pedido una moto para su cumpleaños. Pronto serán las fiestas y ya ha dicho que tiene que ir a la verbena. Cada mañana, su madre, María, revive el amanecer de aquel día, hace ya treinta años; el despertar brusco, los golpes repetidos en la puerta, la primera luz entrando por la ventana.
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