Hace unos días leí una cita que, poco más o menos, decía: todos tenemos un algo escondido que si fuera público haría que todo el mundo nos odiase. La leí y no la apunté. Error, he olvidado quién lo dijo. Tengo un sospechoso: Rimbaud. Puede que fuera Rimbaud; aunque se hace raro, Rimbaud, tan joven. Más lógico sería que lo hubiese dicho Baudelaire. Digo Baudelaire porque también era francés y poeta y porque últimamente le estoy cogiendo respeto. Lo que no obsta para que no entienda su poesía (pero menos entiendo la de Rimbaud).
La cita. Todos tenemos algo escondido que si fuera público haría que todo el mundo nos odiase. La frase desanima y anima a la vez. Desanima porque nos señala como culpables. Anima porque el mal es de muchos y yo soy tonto. No es que tenga claro cuál es mi algo escondido, pero perfecto, no soy. Ni nadie, hasta de la Madre Teresa he oído hablar mal.
Antes se decía que los trapos sucios se lavan en casa. Ahora el péndulo se ha ido a la otra punta y se cumple a rajatabla lo que pronostica la cita: las cosas escondidas se descubren y los responsables son debidamente odiados. Eso es exactamente lo que pasa en esta época de señalamientos y linchamientos mediáticos.
Lo de antes estaba mal, aquellas coladas caseras; lo de ahora no está bien del todo, por dos razones. La primera porque no siempre las cosas sucedieron como se cuentan o son directamente falsedades. La segunda porque el odio pesa demasiado y desequilibra la balanza. Claro que quién sabe dónde está el punto de equilibrio de esa balanza. No pongo ejemplos porque me odiaríais.
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