Leo en el periódico un artículo de Alberto L.. Este Alberto es una vieja gloria de la política. No lo conozco personalmente pero uno de sus hermanos estuvo conmigo en el colegio.
Tengo un recuerdo de ese hermano. Fue durante una función de fin de curso. Era una obra musical, tipo Sonrisas y Lágrimas. Los L., todo un clan, estaban implicados en la representación. En el descanso, en medio de aquel ambiente alegre y luminoso, donde veo que, a unos metros, mi compañero de curso estaba llorando. Era un llanto pacífico, sin hipidos. Tomé nota mental. No era frecuente que un chico de trece o catorce años, emocionado no sé por qué, llorase en público, que se mostrara sensible. Aquello estaba bien.
Desafortunadamente, años después esa misma persona, sensible y todo, se metió en ETA. Leído en una camiseta: Una equivocación que se repite es una decisión. Luego, por lo que sé, tras una buena temporada en la cárcel encarriló su vida. Hace unos años, por cierto, un hijo suyo jugó en el Athletic.
Volviendo a Alberto, es abogado de profesión y uno de los fundadores de un conocido bufete. Es un hombre tirado para delante y como muestra la forma en que conoció a su segunda mujer. Lo leí en una entrevista. Volaba hacia Madrid, para asistir a una reunión, y le tocó sentarse al lado de ella, que viajaba también por trabajo. La táctica que utilizó fue invadir repetidamente con el pie el espacio que correspondía a su vecina de asiento. Aquellos tropiezos y las disculpas oportunas iniciaron una conversación que, shazam, acabó en boda. Por completar el cuadro, una vez le vi en bici, enfundado en su maillot, algo pasado de peso.
El artículo del periódico se titula También esto pasará y comienza diciendo que ese es el título de un libro de “la extraordinaria escritora Milena Busquets”. Luego aplica la frase al elefante americano que ha entrado en la cacharrería del mundo.
Hay dos cosas en el artículo que me han llamado la atención. La primera, esa valoración de extraordinaria escritora. Lo prudente hubiera sido no calificarla o como mucho hacerlo de buena, o excelente si quieres; un extraordinario hay que reservarlo para las ocasiones y en este caso ni viene a cuento.
La segunda cosa es que, en la alusión, no vaya más allá del libro de Milena Busquets. Libro y escritora están bien, de acuerdo, pero la frase, también esto pasará, en esencia, no es suya. Es casi un lugar común, se podría decir que es patrimonio de la humanidad. Si queremos ponerle un origen sería en Persia. Es la historia del Sultán que pide a Salomón un lema para su sello que valga tanto para la adversidad como para la prosperidad. Y Salomón le propone ese, que, en efecto, vale para todo y es un buen recordatorio en los malos y en los buenos momentos: esto también pasará.
jueves, 20 de febrero de 2025
lunes, 17 de febrero de 2025
Retorno al pasado
De vez en cuando vuelven a emitir, en la radio o en la televisión, entrevistas a personas que llevan igual veinte años muertas y que destacaron en su día por deportista, escritora, político, actriz, lo que sea. Escucharles me produce una sensación extraña. Son gente que está ya medio olvidada y sin embargo —observo con cierto asombro— compartí con ellos años de vida en la Tierra.
Eran seres de carne y hueso que conocía, desde la distancia, y en general apreciaba o admiraba. Me eran simpáticos o, si no lo eran del todo, morirse los hizo más amables. Pero ya no cuentan, están a salvo de casi todo, a nadie le interesa meterse con ellos, ni para bien ni para mal.
Incluso me pasa algo parecido con otros que aún están vivos. Pongamos un actor famoso, ha aparecido en tantas películas, series, obras de teatro, programas de televisión; nos era tan familiar como el tendero de la esquina. De pronto, o poco a poco, desaparece de escena. Se ha retirado o está algo pachucho, no hace más películas, como borrado del mapa. Pasan los años, quince, veinte, y un día lo veo otra vez; le hacen una entrevista porque hace x años de no sé qué o porque reponen una película suya. Alguien a quien ya había olvidado, ni sabía que siguiera en este mundo.
Lo reconozco, sin duda, antes de que digan su nombre o aparezca escrito debajo; es él, con más arrugas, con mucho menos pelo. Con suerte mantendrá el brillo de los ojos que nos dice que, ahí escondido, sigue siendo el mismo; Verlo animoso pero desmadejado me recuerda que viví aquella época en la que ambos éramos más jóvenes y siento de pronto sobre mis hombros el peso de los años que han pasado.
Eran seres de carne y hueso que conocía, desde la distancia, y en general apreciaba o admiraba. Me eran simpáticos o, si no lo eran del todo, morirse los hizo más amables. Pero ya no cuentan, están a salvo de casi todo, a nadie le interesa meterse con ellos, ni para bien ni para mal.
Incluso me pasa algo parecido con otros que aún están vivos. Pongamos un actor famoso, ha aparecido en tantas películas, series, obras de teatro, programas de televisión; nos era tan familiar como el tendero de la esquina. De pronto, o poco a poco, desaparece de escena. Se ha retirado o está algo pachucho, no hace más películas, como borrado del mapa. Pasan los años, quince, veinte, y un día lo veo otra vez; le hacen una entrevista porque hace x años de no sé qué o porque reponen una película suya. Alguien a quien ya había olvidado, ni sabía que siguiera en este mundo.
Lo reconozco, sin duda, antes de que digan su nombre o aparezca escrito debajo; es él, con más arrugas, con mucho menos pelo. Con suerte mantendrá el brillo de los ojos que nos dice que, ahí escondido, sigue siendo el mismo; Verlo animoso pero desmadejado me recuerda que viví aquella época en la que ambos éramos más jóvenes y siento de pronto sobre mis hombros el peso de los años que han pasado.
viernes, 14 de febrero de 2025
El Show de Whoever
Si hay algo en lo que estamos todos de acuerdo es en que un día moriremos. De acuerdo, estamos; pero saberlo, saber que vamos a morir, no soy tan sabio. Lo supongo, lo asumo, pero saber, lo único que sé es que estamos vivos. Así lo pienso, aquí estoy, vivo, y una voz interior me dice, ¿y si no lo estás?, ¿y si estás soñando? Entonces —me respondo— sería un muerto que sueña que está vivo. En la práctica no veo la diferencia.
Esto de que todo es un sueño me recuerda una idea que solía acariciar. No sé cómo llamarla, no quiero llamarla fantasía, se trata de una posibilidad muy remota pero que no descarto del todo, porque cualquiera sabe. Digamos que es una teoría. Muchos años después de que se me ocurriera, un tal Andrew Niccol escribió un guion que se basaba en mi idea, aunque él no lo sabía. Me refiero a la película El Show de Truman. Como homenaje mutuo he titulado este texto El Show de Whoever.
Mi teoría es esta: tú vives tu vida pero todos los que te rodean son actores o robots no humanos. Lo he escrito en segunda persona por falsa modestia. La diferencia con la película es que en aquella el escenario era un plató y todo estaba perfectamente explicado y en mi versión el mundo aparente no existe, el escenario abarca todo el planeta y no hay ninguna explicación lógica. Nueva York, por ejemplo, Nueva York solo existiría para ti, para escenificar las noticias neoyorkinas de los informativos que veas, o para las películas que se han rodado allí. Si un día, por un casual, decides ir en persona a Nueva York, los escenarios por los que te muevas irán cobrando vida a medida que los visites: la estatua de la Libertad, la Quinta Avenida, el puente de Brooklin; incluso el Bronx, si se te ocurre ir a pesar de las recomendaciones. Resumiendo: según esta teoría la vida florece ante ti, en apariencia, y se desinfla a tus espaldas.
Esta es la idea que acariciaba cuando era infeliz e indocumentado y desde entonces cada vez me ha ido pareciendo menos factible y más tirando a disparatada paranoia egomaníaca. Aún así, de vez en cuando me sigo dando la vuelta de improviso para ver si sorprendo a algún actor en fuera de juego o a miembros del equipo desmontando un escenario, pero tengo que reconocer que hasta ahora no he visto nada raro.
Esto de que todo es un sueño me recuerda una idea que solía acariciar. No sé cómo llamarla, no quiero llamarla fantasía, se trata de una posibilidad muy remota pero que no descarto del todo, porque cualquiera sabe. Digamos que es una teoría. Muchos años después de que se me ocurriera, un tal Andrew Niccol escribió un guion que se basaba en mi idea, aunque él no lo sabía. Me refiero a la película El Show de Truman. Como homenaje mutuo he titulado este texto El Show de Whoever.
Mi teoría es esta: tú vives tu vida pero todos los que te rodean son actores o robots no humanos. Lo he escrito en segunda persona por falsa modestia. La diferencia con la película es que en aquella el escenario era un plató y todo estaba perfectamente explicado y en mi versión el mundo aparente no existe, el escenario abarca todo el planeta y no hay ninguna explicación lógica. Nueva York, por ejemplo, Nueva York solo existiría para ti, para escenificar las noticias neoyorkinas de los informativos que veas, o para las películas que se han rodado allí. Si un día, por un casual, decides ir en persona a Nueva York, los escenarios por los que te muevas irán cobrando vida a medida que los visites: la estatua de la Libertad, la Quinta Avenida, el puente de Brooklin; incluso el Bronx, si se te ocurre ir a pesar de las recomendaciones. Resumiendo: según esta teoría la vida florece ante ti, en apariencia, y se desinfla a tus espaldas.
Esta es la idea que acariciaba cuando era infeliz e indocumentado y desde entonces cada vez me ha ido pareciendo menos factible y más tirando a disparatada paranoia egomaníaca. Aún así, de vez en cuando me sigo dando la vuelta de improviso para ver si sorprendo a algún actor en fuera de juego o a miembros del equipo desmontando un escenario, pero tengo que reconocer que hasta ahora no he visto nada raro.
martes, 11 de febrero de 2025
El secreto del tiempo
Sobre repetirse —o sobre no repetirse en realidad—, esto que dejó escrito Ramón Gaya: Yo no me repito, insisto. Así que insisto sobre el tiempo. Sobre el time, no sobre el weather. El secreto del tiempo puede que sea como el de la carta robada de Edgar Allan Poe o el de las gafas que no encuentras por ningún lado. La carta de Poe estaba encima de la mesa, tan a la vista que nadie la veía; las gafas que no encontrabas las tenías subidas sobre la cabeza.
El secreto del tiempo va a ser que no hay tal secreto, que el tiempo pasa y eso es todo, que no hay escapatoria. Empero, por el lado de la esperanza, me gusta pensar que el tiempo es algo misterioso —que lo es—, algo que “sucede” en nuestras narices como quien presencia un truco de prestidigitación a plena luz del día sin enterarse de nada.
El pasado, el presente y el futuro son naranjas (vulgo pelotas) que giran en el aire, no sé si de un modo espontáneo o según un meticuloso plan. El mundo es un caleidoscopio de imágenes que te despistan y te embaucan y donde todo cambia —como en “El Gatopardo”— para que todo siga igual.
Así, el tiempo pasa y a la vez está suspendido en el aire. La vida se reduce a este ahora que es efímero y eterno, a este instante en que vivimos que siempre es el mismo y siempre es otro y que, puestos en lo mejor, no se va a acabar nunca porque, entre otras cosas, nunca ha comenzado.
El secreto del tiempo va a ser que no hay tal secreto, que el tiempo pasa y eso es todo, que no hay escapatoria. Empero, por el lado de la esperanza, me gusta pensar que el tiempo es algo misterioso —que lo es—, algo que “sucede” en nuestras narices como quien presencia un truco de prestidigitación a plena luz del día sin enterarse de nada.
El pasado, el presente y el futuro son naranjas (vulgo pelotas) que giran en el aire, no sé si de un modo espontáneo o según un meticuloso plan. El mundo es un caleidoscopio de imágenes que te despistan y te embaucan y donde todo cambia —como en “El Gatopardo”— para que todo siga igual.
Así, el tiempo pasa y a la vez está suspendido en el aire. La vida se reduce a este ahora que es efímero y eterno, a este instante en que vivimos que siempre es el mismo y siempre es otro y que, puestos en lo mejor, no se va a acabar nunca porque, entre otras cosas, nunca ha comenzado.
sábado, 8 de febrero de 2025
Helados
Me parece que tengo idealizados los helados. Los asocio con cualquier situación agradable. Y eso que no soy de cosas frías, alimentos quiero decir. Por ejemplo —voy a hacer una revelación, esto es una exclusiva—, la ensaladilla me gusta caliente; la patata, el huevo, la mayonesa, la aceituna. Viva la ensaladilla caliente (¿por qué le dicen rusa?).
Los helados, no los hay calientes, si se calientan cambian de nombre, pasan a ser otra cosa, natilla, crema, mousse; si le quitas el glamour se queda en simple helado derretido (y pringoso). Mi favorito es el de chocolate. También me gustan de limón, de turrón, de naranja, de dulce de leche. Este lo digo sin probarlo, como una premonición; el dulce de leche, ese postre por el que Borges perdía la cabeza. También quisiera probar uno de higo. En los últimos lugares de la lista, el de vainilla y el de fresa. La fresa me empalaga, la vainilla menos pero también.
Un peligro del helado es el shock hipotérmico que puede llegar a producir. Un shock a pequeña escala, de un valor inferior a 2, que en condiciones normales no incide en la salud del ingerente (el ingerente es el comedor de helados) pero a veces afecta a la garganta o el estómago y puede acarrear fiebre, vómitos y otras cosas desagradables. Sea como sea, mejor no abusar de los helados; reservarlos para las grandes ocasiones, idealizarlos. En la imaginación los helados nunca decepcionan.
Los helados, no los hay calientes, si se calientan cambian de nombre, pasan a ser otra cosa, natilla, crema, mousse; si le quitas el glamour se queda en simple helado derretido (y pringoso). Mi favorito es el de chocolate. También me gustan de limón, de turrón, de naranja, de dulce de leche. Este lo digo sin probarlo, como una premonición; el dulce de leche, ese postre por el que Borges perdía la cabeza. También quisiera probar uno de higo. En los últimos lugares de la lista, el de vainilla y el de fresa. La fresa me empalaga, la vainilla menos pero también.
Un peligro del helado es el shock hipotérmico que puede llegar a producir. Un shock a pequeña escala, de un valor inferior a 2, que en condiciones normales no incide en la salud del ingerente (el ingerente es el comedor de helados) pero a veces afecta a la garganta o el estómago y puede acarrear fiebre, vómitos y otras cosas desagradables. Sea como sea, mejor no abusar de los helados; reservarlos para las grandes ocasiones, idealizarlos. En la imaginación los helados nunca decepcionan.
miércoles, 5 de febrero de 2025
Llueve sobre mojado
La propaganda es poder y los incautos nos lo creemos todo. Eso ha pasado con los Estados Unidos. Nos lo vendieron como el paraíso en la Tierra y su historia, como la de cualquier otro país —y sin negar sus momentos buenos—, está llena de calamidades.
Lo de ahora mismo da miedo pero en realidad no es nada nuevo. Hay, en esa historia americana, un sentimiento que hace de hilo conductor. Es el contrapeso a todas las buenas intenciones de la democracia USA, que las ha habido —y que se conservan en un segundo plano—. Ese sentimiento, tan humano, es el odio.
Un síntoma de este desastre secular es la acusación, que se oye por todas partes, de que alguien, tal partido político, tal país, está del lado del Mal (es que lo dicen con mayúscula). Y claro, cómo no odiar a ese alguien, a esa gente, a ese país (comentario irónico).
En 1983 Rosa Montero escribió un artículo retrospectivo sobre el asesinato de John F. Kennedy (hacía veinte años) y cuenta que en Dallas una mayoría repudiaba a Kennedy. Escribe Montero: Dallas resultaba amedrentadora, feroz, ultramontana. La ciudad del odio, la llamaban en la prensa nordista. El día del atentado el Dallas News, un periódico muy derechista, sacaba un anuncio a toda página en el que se acusaba a Kennedy de haberse vendido a los comunistas y de perseguir a los buenos americanos. Sesenta años después seguimos escuchando las mismas acusaciones (bien rebozadas en odio).
Mucho antes, el American Party (1844-1860) quiso, como ahora, limitar la inmigración. Curiosamente, se llamaban a sí mismos “nativos” americanos; ellos, los blancos protestantes (en oposición a los inmigrantes católicos), no los Sioux y demás tribus que fueron concienzudamente diezmadas y marginadas. Dicho en tres palabras: llueve sobre mojado.
Lo de ahora mismo da miedo pero en realidad no es nada nuevo. Hay, en esa historia americana, un sentimiento que hace de hilo conductor. Es el contrapeso a todas las buenas intenciones de la democracia USA, que las ha habido —y que se conservan en un segundo plano—. Ese sentimiento, tan humano, es el odio.
Un síntoma de este desastre secular es la acusación, que se oye por todas partes, de que alguien, tal partido político, tal país, está del lado del Mal (es que lo dicen con mayúscula). Y claro, cómo no odiar a ese alguien, a esa gente, a ese país (comentario irónico).
En 1983 Rosa Montero escribió un artículo retrospectivo sobre el asesinato de John F. Kennedy (hacía veinte años) y cuenta que en Dallas una mayoría repudiaba a Kennedy. Escribe Montero: Dallas resultaba amedrentadora, feroz, ultramontana. La ciudad del odio, la llamaban en la prensa nordista. El día del atentado el Dallas News, un periódico muy derechista, sacaba un anuncio a toda página en el que se acusaba a Kennedy de haberse vendido a los comunistas y de perseguir a los buenos americanos. Sesenta años después seguimos escuchando las mismas acusaciones (bien rebozadas en odio).
Mucho antes, el American Party (1844-1860) quiso, como ahora, limitar la inmigración. Curiosamente, se llamaban a sí mismos “nativos” americanos; ellos, los blancos protestantes (en oposición a los inmigrantes católicos), no los Sioux y demás tribus que fueron concienzudamente diezmadas y marginadas. Dicho en tres palabras: llueve sobre mojado.
domingo, 2 de febrero de 2025
El reloj de bolsillo
Es curioso que las tradiciónes, que consisten en repetir lo mismo, nacen cuando alguien hace algo distinto. A veces J. consultaba su reloj de bolsillo. Llamaba la atención, quién lleva hoy un reloj así. Era de mi abuelo decía a modo de sucinta explicación, dando a entender que no iba a dar más detalles.
Con el tiempo supe alguna cosa más de aquel reloj. El dueño original no había sido el abuelo, sino el padre de aquel, el bisabuelo, que también se llamaba J. El nombre y apellido figuran en el lado interno de la tapa; junto a un año, 1890. La tradición familiar era que el J. de turno, porque todos se llamaban J., regalaba el reloj a su hijo el día de su boda.
Todas las tradiciones comienzan siendo una innovación, y pueden acabar convirtiéndose en una carga. ¿Es necesario llamarse igual que el padre? No deja de ser la causa de molestas confusiones. Y a su vez, ¿es obligatorio casarse? Por cierto, el abuelo tenía una hermana que, siendo la mayor, cuando se casó no heredó el reloj. Aquella tía-abuela no tuvo una vida feliz. Pronto se separó y el comentario recurrente era que la pobre tía E. bebía demasiado y había acabado en un asilo, trastornada.
Así que J., este J. de ahora, sigue portando su reloj de bolsillo, no sabe muy bien por qué: por costumbre, por devoción familiar, por ser original. Sea como sea, no hay un quinto J. y hace tiempo que al nuestro le está pareciendo que hay algo erróneo en esa solemnidad del reloj heredado. Además, ha hecho un cálculo del tiempo que dedica a darle cuerda o llevarlo al relojero y le ha salido que puede llegar a pasar un mes de su vida ocupándose del dichoso reloj.
Con el tiempo supe alguna cosa más de aquel reloj. El dueño original no había sido el abuelo, sino el padre de aquel, el bisabuelo, que también se llamaba J. El nombre y apellido figuran en el lado interno de la tapa; junto a un año, 1890. La tradición familiar era que el J. de turno, porque todos se llamaban J., regalaba el reloj a su hijo el día de su boda.
Todas las tradiciones comienzan siendo una innovación, y pueden acabar convirtiéndose en una carga. ¿Es necesario llamarse igual que el padre? No deja de ser la causa de molestas confusiones. Y a su vez, ¿es obligatorio casarse? Por cierto, el abuelo tenía una hermana que, siendo la mayor, cuando se casó no heredó el reloj. Aquella tía-abuela no tuvo una vida feliz. Pronto se separó y el comentario recurrente era que la pobre tía E. bebía demasiado y había acabado en un asilo, trastornada.
Así que J., este J. de ahora, sigue portando su reloj de bolsillo, no sabe muy bien por qué: por costumbre, por devoción familiar, por ser original. Sea como sea, no hay un quinto J. y hace tiempo que al nuestro le está pareciendo que hay algo erróneo en esa solemnidad del reloj heredado. Además, ha hecho un cálculo del tiempo que dedica a darle cuerda o llevarlo al relojero y le ha salido que puede llegar a pasar un mes de su vida ocupándose del dichoso reloj.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)