Estuve media mañana pendiente del eclipse. Del eclipse parcial, la Luna le iba a dar un bocado al Sol, no mucho pero suficiente para que el viejo truhan se resintiera, la venganza del pequeño. O pequeña, la Luna. Pequeña en español, pequeño en otros idiomas, en el inglés por lo menos, Mr Moon le dicen; y Mr Sun, iguales ante la ley. La Luna y el Sol, nuestros astros preferidos, no sé por qué tienen género, es como decir el Juan y la Mari, sobra el artículo.
Estuve pendiente y cuando llegó la hora se había nublado y no noté nada especial. Me acuerdo de otro eclipse de hace años; veinte o más, no sé decir cuantos. Aquella vez no estaba pendiente. Salía del coche en el aparcamiento del trabajo, una explanada al aire libre, y, entonces sí, aprecié que el día se había oscurecido. También estaba nublado pero aún así.
Que no se vea el Sol en un eclipse tiene su parte buena, no te puedes quedar mirando directamente como un bobo. Qué lección de humildad esa de no poder mirar al Sol. Si el Sol tuviera conciencia se sentiría muy importante viendo como en la Tierra nadie se atreve a desafiarle con la mirada.
Aquella vez, en el aparcamiento, la medio penumbra en pleno día me sobrecogió un poco, Pararon el viento y los pájaros, o igual eso lo añado ahora. Lo que sí recuerdo es el silencio, y que en aquel momento estaba solo en la explanada; coches aparcados, como siempre, y solo yo de pie, algo impresionado, oteando el cielo oscuro en pleno día. Esta vez, en cambio, nada; o casi nada, apenas un sí es no es.
lunes, 31 de marzo de 2025
viernes, 28 de marzo de 2025
Emily
Cerca de 1800 poemas escribió Emily Dickinson y solo me sé una línea suya de memoria, esta: Unto my Books — so good to turn (Qué bien volver a mis libros). Un poco de Emily es mucho. Me vendría bien la máquina del tiempo de H G Wells para ir a visitarla. Pero, aún suponiendo que la consigo, estará desajustada y lo mismo me puede llevar a su bautizo que a su funeral. Mejor lo primero, así podría tenerla en mis brazos y susurrarle alguna dulce nadería.
Más factible sería verla en un sueño, pero no me vale uno inventado y en los de verdad, hasta ahora, no la he visto. Era una chica seria, Emily, y así aparece en la única foto que se da por auténtica: dieciséis años y el semblante sereno; un vestido sencillo, el pelo recogido.
Descartado, de momento, el sueño, la segunda opción para ponernos en contacto es escribirle una carta. Emily escribió —y recibió— muchas cartas. Se conservan unas mil y eso que, al morir, quemaron todas las que pudieron. Así que le mandaré una dirigida a su casa en Amherst, Massachusetts.
Añadiré en la dirección un año, 1862, por si existe un ministerio del tiempo que la tramite. Y si no existe, no importa porque ahora mismo allí, en la casa museo, debe de trabajar una experta en su vida y obra que también se llamará Emily. Una mujer activa y enérgica, a la vez que sensible y delicada. Será esta Emily del siglo XXI la que lea y responda a mi carta.
Me dirigiré a ella con un Querida Emily y le diré que ya ha comenzado la primavera, que me ha gustado saber que vestía siempre de blanco, que también me gusta como escribe con mayúscula las palabras importantes y como usa los guiones para señalar las pausas. Le preguntaré cuál es, entre los suyos, su poema favorito y también si es cierto, ahora que ya no importa, que su cuñada Susan fue el amor de su vida.
Más factible sería verla en un sueño, pero no me vale uno inventado y en los de verdad, hasta ahora, no la he visto. Era una chica seria, Emily, y así aparece en la única foto que se da por auténtica: dieciséis años y el semblante sereno; un vestido sencillo, el pelo recogido.
Descartado, de momento, el sueño, la segunda opción para ponernos en contacto es escribirle una carta. Emily escribió —y recibió— muchas cartas. Se conservan unas mil y eso que, al morir, quemaron todas las que pudieron. Así que le mandaré una dirigida a su casa en Amherst, Massachusetts.
Añadiré en la dirección un año, 1862, por si existe un ministerio del tiempo que la tramite. Y si no existe, no importa porque ahora mismo allí, en la casa museo, debe de trabajar una experta en su vida y obra que también se llamará Emily. Una mujer activa y enérgica, a la vez que sensible y delicada. Será esta Emily del siglo XXI la que lea y responda a mi carta.
Me dirigiré a ella con un Querida Emily y le diré que ya ha comenzado la primavera, que me ha gustado saber que vestía siempre de blanco, que también me gusta como escribe con mayúscula las palabras importantes y como usa los guiones para señalar las pausas. Le preguntaré cuál es, entre los suyos, su poema favorito y también si es cierto, ahora que ya no importa, que su cuñada Susan fue el amor de su vida.
martes, 25 de marzo de 2025
Fila india
Cuenta Marta Sanz —escritora— que Pilar Adón —otra escritora— no podía decir que su padre había muerto. Me ha pasado algo muy triste, decía, pero era incapaz de aclarar qué. Lo entiendo, hasta me ha pasado algo similar. Hay un refrán que se puede aplicar a esta situación: El más ciego es el que no quiere ver (lo he cambiado un poco porque bastante tiene el ciego para encima ponerle el adjetivo peor). La idea es que mientras algo no se expresa en palabras no ha sucedido del todo. Mientras no diga que mi padre ha muerto alimento la posibilidad de que siga vivo.
La frase a decir, simple y directa, sería mi padre ha muerto. También se podría decir al revés, ha muerto mi padre. El énfasis irá en lo primero que digamos, sea la persona de mi padre o el hecho de que ha muerto. Poniéndonos en el lugar del oyente, el comienzo mi padre no da muchas pistas; tu padre qué, pensamos, y luego viene el mazazo, ha muerto. Dicho al revés, ha muerto ya te pone en guardia; ha muerto quién, puede ser cualquiera, un famoso, un conocido o alguien cercano.
El problema es que el lenguaje es sucesivo, las palabras las decimos de una en una y no podemos dar toda la información de golpe. Las palabras van en fila india, como las hormigas (y de ahí, curiosamente, de una fila kilométrica de hormigas, nacen los libros). Por momentos me parece que ese gran invento de la lengua tiene sus inconvenientes, o al menos tiene uno, este de que las palabras vayan de una en una en vez de ir varias a la vez, por paquetes, diríamos.
En una lengua del futuro las cuatro palabras de mi padre ha muerto aparecerán a la vez en nuestra pantalla cognitiva interior. Esto no lo puedo representar aquí, porque nuestra escritura, como la lengua hablada, también es sucesiva. Para hacernos una idea, nuestro cerebro captaría las cuatro palabras mi, muerto, padre ,ha, en todas sus combinaciones posibles y de modo automático filtraría esa información total para obtener el mensaje enriquecido, con todos sus matices. Se me ocurre.
La frase a decir, simple y directa, sería mi padre ha muerto. También se podría decir al revés, ha muerto mi padre. El énfasis irá en lo primero que digamos, sea la persona de mi padre o el hecho de que ha muerto. Poniéndonos en el lugar del oyente, el comienzo mi padre no da muchas pistas; tu padre qué, pensamos, y luego viene el mazazo, ha muerto. Dicho al revés, ha muerto ya te pone en guardia; ha muerto quién, puede ser cualquiera, un famoso, un conocido o alguien cercano.
El problema es que el lenguaje es sucesivo, las palabras las decimos de una en una y no podemos dar toda la información de golpe. Las palabras van en fila india, como las hormigas (y de ahí, curiosamente, de una fila kilométrica de hormigas, nacen los libros). Por momentos me parece que ese gran invento de la lengua tiene sus inconvenientes, o al menos tiene uno, este de que las palabras vayan de una en una en vez de ir varias a la vez, por paquetes, diríamos.
En una lengua del futuro las cuatro palabras de mi padre ha muerto aparecerán a la vez en nuestra pantalla cognitiva interior. Esto no lo puedo representar aquí, porque nuestra escritura, como la lengua hablada, también es sucesiva. Para hacernos una idea, nuestro cerebro captaría las cuatro palabras mi, muerto, padre ,ha, en todas sus combinaciones posibles y de modo automático filtraría esa información total para obtener el mensaje enriquecido, con todos sus matices. Se me ocurre.
sábado, 22 de marzo de 2025
Dandelion
Una cita de Emily Dickinson: No sé de nada en el mundo que tenga tanto poder como las palabras. A veces escribo una y me quedo mirándola hasta que empieza a brillar. Otras veces —esto ya es mío— la palabra brilla a primera vista. Una, inglesa, con la que me ha pasado es dandelion; que es una flor y que, ahora me entero, en realidad se pronuncia algo así como dandilaion. Pero para mí, en la página escrita, ha sido dandelion y de momento la voy a seguir llamando así. No me digas que no suena bien; recuerda el tañido de una campana, dilín-dalán-dan-delión. Pero es una flor, en inglés. Me enamoré de la palabra sin haber visto la flor.
Aparece en el título de una novela de Ray Bradbury, “Dandelion Wine”, que se tradujo como “El vino del estío”. La traducción literal es “vino de diente de león”, porque esa flor, dandelion, no es otra que el diente de león, la florecilla de color amarillo que brota en cualquier parte sin llamar demasiado la atención. El diente de león lo he conocido toda la vida sin saber su nombre. La bola etérea de pelusa que forman las semillas es el abuelito que nos soplábamos a la cara. También decíamos, y no le veía sentido, que el que cogía la flor luego se meaba en la cama.
Leí una vez que Shakespeare menciona en su obra más de cincuenta nombres de flores distintas mientras el francés Racine solo escribe “flor”. La hipersensible Emily Dickinson amaba la naturaleza y las flores abundan en sus poemas: rosas, margaritas, tréboles, narcisos y también, averiguo con cierto asombro, dientes de león. Incluso tiene un poema titulado “El pálido tallo del diente de león” en el que cuenta que la flor de esta humilde planta anuncia el final del invierno. Doy por seguro que cuando lo escribió se quedó mirándolo hasta que la palabra dandelion empezó a brillar.
Aparece en el título de una novela de Ray Bradbury, “Dandelion Wine”, que se tradujo como “El vino del estío”. La traducción literal es “vino de diente de león”, porque esa flor, dandelion, no es otra que el diente de león, la florecilla de color amarillo que brota en cualquier parte sin llamar demasiado la atención. El diente de león lo he conocido toda la vida sin saber su nombre. La bola etérea de pelusa que forman las semillas es el abuelito que nos soplábamos a la cara. También decíamos, y no le veía sentido, que el que cogía la flor luego se meaba en la cama.
Leí una vez que Shakespeare menciona en su obra más de cincuenta nombres de flores distintas mientras el francés Racine solo escribe “flor”. La hipersensible Emily Dickinson amaba la naturaleza y las flores abundan en sus poemas: rosas, margaritas, tréboles, narcisos y también, averiguo con cierto asombro, dientes de león. Incluso tiene un poema titulado “El pálido tallo del diente de león” en el que cuenta que la flor de esta humilde planta anuncia el final del invierno. Doy por seguro que cuando lo escribió se quedó mirándolo hasta que la palabra dandelion empezó a brillar.
miércoles, 19 de marzo de 2025
Creación y evolución
La verdad de la creación y el relato de la evolución. Esto es lo que se llama una inversión de términos de libro. Esta frase se pronunció en el Senado hace unas semanas (la he debido de estar rumiando). Puesta la frase del derecho —la verdad de la evolución y el relato de la creación— comulgo con ella por completo. Bueno, casi, al 99.99 por ciento. No por nada, solo porque, como homenaje a Montaigne, hay que dejar siempre un resquicio a la duda.
No solo comulgo —digo comulgo por mi educación tradicional— sino que además me parece una forma muy atinada de decirlo, esa distinción entre verdad y relato. También es cierto que la palabra verdad me resulta un poco verde, asilvestrada, rasposa. Pero lo de relato, eso está muy bien. Ernst Junger, siendo un creyente convencido, lo expresó de esta otra manera: El mito y la ciencia. En el primero se interpreta el mundo, en la segunda se lo explica (el “lo” me suena raro).
Comento esto porque el Niño de Elche (que como ya sabréis no es tan niño) me ha sorprendido en una entrevista diciendo que son los científicos los que últimamente insisten en la existencia de Dios. Hay un libro reciente que además de decirlo asegura presentar pruebas concluyentes. Se podría hablar de una conspiración en ese sentido.
Los fantasmas de las conspiraciones suelen venir precisamente de ese caldo de cultivo donde se mezclan ciencia y religión. La verdad de la creación… lo más seguro es que ni el Papa se sienta a gusto con la verdad literal de la creación según la Biblia. A mí me parece que el objetivo de la ciencia no es demostrar la existencia de Dios, eso quedaría para los teólogos. Sea como sea, mi desinformada impresión es que tal existencia, real o imaginaria, es indemostrable.
No solo comulgo —digo comulgo por mi educación tradicional— sino que además me parece una forma muy atinada de decirlo, esa distinción entre verdad y relato. También es cierto que la palabra verdad me resulta un poco verde, asilvestrada, rasposa. Pero lo de relato, eso está muy bien. Ernst Junger, siendo un creyente convencido, lo expresó de esta otra manera: El mito y la ciencia. En el primero se interpreta el mundo, en la segunda se lo explica (el “lo” me suena raro).
Comento esto porque el Niño de Elche (que como ya sabréis no es tan niño) me ha sorprendido en una entrevista diciendo que son los científicos los que últimamente insisten en la existencia de Dios. Hay un libro reciente que además de decirlo asegura presentar pruebas concluyentes. Se podría hablar de una conspiración en ese sentido.
Los fantasmas de las conspiraciones suelen venir precisamente de ese caldo de cultivo donde se mezclan ciencia y religión. La verdad de la creación… lo más seguro es que ni el Papa se sienta a gusto con la verdad literal de la creación según la Biblia. A mí me parece que el objetivo de la ciencia no es demostrar la existencia de Dios, eso quedaría para los teólogos. Sea como sea, mi desinformada impresión es que tal existencia, real o imaginaria, es indemostrable.
domingo, 16 de marzo de 2025
La sombra del virus
Hace cinco años de nuestra pandemia, aunque yo no me contagié o, si lo hice, no me enteré. Esto último, contagiarme y no enterarme, es lo que me gustaría que hubiese pasado, para qué negarlo. Contagioso, el virus, lo era, y mucho; llegó hasta el último rincón del planeta. Hay constancia de que afectó a nueve de cada cien terrícolas y, de estos, uno de cada cien murió. Redondeando, ocasionó la muerte de uno de cada mil habitantes de la Tierra. Puede que a los que quedamos no nos parezcan tantos, pero fueron muchos, demasiados. Y las cifras reales deben de ser mucho mayores.
El confinamiento nos tuvo que afectar psicológicamente (todo nos afecta), pero a unos más que a otros. Tengo la impresión de que un nuevo confinamiento sería más duro para todos. Escribo esto pensando en la distancia social, el espacio físico que guardamos cuando nos relacionamos. Es instintivo, si alguien se me acerca demasiado me retiraré un poco o si está más lejos de lo habitual, me acercaré. Entre todos, vistos por un científico, debemos de semejar una especie de ballet, tipo física de fluidos, donde nos movemos como moléculas en búsqueda de un equilibrio interactivo.
Tengo una pregunta. En la pandemia, cuando salimos de nuevo a la calle, esa distancia física aumentó, por instinto y por recomendación de las autoridades, y se hizo llamativa, al cruzarse con alguien uno se alejaba lo máximo que permitía la acera (lo que antes hubiera parecido antisocial). La pregunta que me hago es cómo ha evolucionado esa distancia desde entonces. Algún sociólogo lo estará estudiado. Algo me dice que se habrá ido reduciendo pero no hasta sus valores originales. El virus nos cambió.
El confinamiento nos tuvo que afectar psicológicamente (todo nos afecta), pero a unos más que a otros. Tengo la impresión de que un nuevo confinamiento sería más duro para todos. Escribo esto pensando en la distancia social, el espacio físico que guardamos cuando nos relacionamos. Es instintivo, si alguien se me acerca demasiado me retiraré un poco o si está más lejos de lo habitual, me acercaré. Entre todos, vistos por un científico, debemos de semejar una especie de ballet, tipo física de fluidos, donde nos movemos como moléculas en búsqueda de un equilibrio interactivo.
Tengo una pregunta. En la pandemia, cuando salimos de nuevo a la calle, esa distancia física aumentó, por instinto y por recomendación de las autoridades, y se hizo llamativa, al cruzarse con alguien uno se alejaba lo máximo que permitía la acera (lo que antes hubiera parecido antisocial). La pregunta que me hago es cómo ha evolucionado esa distancia desde entonces. Algún sociólogo lo estará estudiado. Algo me dice que se habrá ido reduciendo pero no hasta sus valores originales. El virus nos cambió.
jueves, 13 de marzo de 2025
Anginas
Llorar es tan humano que, según el tópico, es lo primero que hacemos al nacer. Llorar puede ser tanto una respuesta como un síntoma; una reacción al mundo, a una agresión real o imaginaria, o un desahogo por algo que está ahí dentro, latente. No es lo mismo llorar de día que llorar de noche. Un niño que se pasa el día llorando puede que sea un consentido, un aprendiz de manipulador. En cambio nadie, pudiendo dormir, llora toda la noche si no tiene un buen motivo.
Se me ocurre esto pensando en la primera vez que pasé por un quirófano. Tenía dos o tres años y no lo que recuerdo, solo lo que me contaron después. Era un niño propenso a las anginas, las infecciones de garganta, y la solución de la época era extirpar las amígdalas. Ahora resulta que no es conveniente porque protegen el organismo.
Mi madre me contó que después de la operación estuve llorando toda la noche y no paraba de sangrar. La llorera provocó la hemorragia, o a la inversa. Se preocuparon bastante. No me dijo que temieran por mi vida, pero he considerado esa posibilidad. Podía haber muerto y el mundo, por el efecto mariposa, hubiera cambiado por completo; aunque, en mi opinión, un mundo sin mí no hubiera tenido ninguna gracia.
De aquel momento de crisis he sacado dos conclusiones. Una, reconfortante, la idea de mi madre pasando la noche en vela a mi lado. La otra, inquietante, la sospecha de que ese episodio traumático en la primera infancia haya sido determinante en mi vida, para bien o para mal.
Se me ocurre esto pensando en la primera vez que pasé por un quirófano. Tenía dos o tres años y no lo que recuerdo, solo lo que me contaron después. Era un niño propenso a las anginas, las infecciones de garganta, y la solución de la época era extirpar las amígdalas. Ahora resulta que no es conveniente porque protegen el organismo.
Mi madre me contó que después de la operación estuve llorando toda la noche y no paraba de sangrar. La llorera provocó la hemorragia, o a la inversa. Se preocuparon bastante. No me dijo que temieran por mi vida, pero he considerado esa posibilidad. Podía haber muerto y el mundo, por el efecto mariposa, hubiera cambiado por completo; aunque, en mi opinión, un mundo sin mí no hubiera tenido ninguna gracia.
De aquel momento de crisis he sacado dos conclusiones. Una, reconfortante, la idea de mi madre pasando la noche en vela a mi lado. La otra, inquietante, la sospecha de que ese episodio traumático en la primera infancia haya sido determinante en mi vida, para bien o para mal.
lunes, 10 de marzo de 2025
Agua en el tejado
Una vez, antes de internet, me llegó una carta desde los Estados Unidos. Fue una sorpresa; alguien allí sabía de mi existencia. El sobre era algo abultado. Lo abrí y era una oferta de trabajo, o casi. Se trataba de una empresa que fabricaba recubrimientos asfálticos y buscaban comerciales que vendieran su producto aquí.
El bulto en el sobre se debía a una muestra, un rectángulo de unos cinco milímetros de espesor de lo que me pareció una goma dura agradable al tacto. Iría a comisión, claro y ofrecían asesoramiento y creo que incluso la posibilidad de algún cursillo allí, en Arizona o donde fuera.
Si bien halagado de que, de alguna forma, me hubieran elegido como candidato al puesto, habían cometido un error: soy la antítesis del agente comercial, carezco por completo del entusiasmo y el don de gentes necesarios para presentarse en cualquier sitio y convencer a nadie de que compre algo.
En la carta mencionaban la excelencia de su producto para impermeabilizar cubiertas de edificios. Eso me hizo pensar en el taller del que era socio mi padre y sobre cuyo techo había una lámina de agua. Esto del agua en el tejado puede parecer un despropósito. Para las humedades no es bueno pero debe de tener otras ventajas; como aislante térmico, por ejemplo, o como reserva de agua.
Subí una vez para verlo con mi hermano, que trabajaba allí. La profundidad era escasa —lógico si pensamos en el peso a soportar por el edificio— y el agua estaba bastante turbia. Sin embargo, había peces. ¿De dónde habían salido? Unos pececillos que se movían perezosos rondando las plantas que habían crecido precariamente en aquel extraño hábitat.
El bulto en el sobre se debía a una muestra, un rectángulo de unos cinco milímetros de espesor de lo que me pareció una goma dura agradable al tacto. Iría a comisión, claro y ofrecían asesoramiento y creo que incluso la posibilidad de algún cursillo allí, en Arizona o donde fuera.
Si bien halagado de que, de alguna forma, me hubieran elegido como candidato al puesto, habían cometido un error: soy la antítesis del agente comercial, carezco por completo del entusiasmo y el don de gentes necesarios para presentarse en cualquier sitio y convencer a nadie de que compre algo.
En la carta mencionaban la excelencia de su producto para impermeabilizar cubiertas de edificios. Eso me hizo pensar en el taller del que era socio mi padre y sobre cuyo techo había una lámina de agua. Esto del agua en el tejado puede parecer un despropósito. Para las humedades no es bueno pero debe de tener otras ventajas; como aislante térmico, por ejemplo, o como reserva de agua.
Subí una vez para verlo con mi hermano, que trabajaba allí. La profundidad era escasa —lógico si pensamos en el peso a soportar por el edificio— y el agua estaba bastante turbia. Sin embargo, había peces. ¿De dónde habían salido? Unos pececillos que se movían perezosos rondando las plantas que habían crecido precariamente en aquel extraño hábitat.
viernes, 7 de marzo de 2025
Las jóvenes airadas
Hace unos setenta años de los “angry young men”, los “jóvenes airados”, un grupo de escritores ingleses enfadados con la tradición británica. Todos hombres, ¿dónde estaban las chicas? Por suerte los tiempos siguen cambiando, aunque sea poco a poco.
Hay un libro de Rebecca Solnit con un título que me gusta. Un título irónico y clarificador: Los hombres me explican cosas. Creo que soy feminista y si no puedo o no me dejan serlo o no está claro qué es ser feminista, diré que estoy a favor de las mujeres. Porque todos somos humanos —eso también— pero sobre todo, sospecho, porque he tenido dos hijas.
Conozco ese tipo de ente masculino intoxicado de testosterona que se comporta como un primate que teme no llegar a reproducirse. Los veo como un peligro por, entre otras cosas, como apuntaba Odile, su dudosa capacidad para amar. Digo “ente masculino” porque “hombre” es otra cosa. Si Dios lo hizo a su imagen y semejanza —que no lo sé—, no pudo hacerlo así, metrosexual e idiota. En cuanto a las mujeres, sí que pudo hacerlas así, resueltas y feroces; pero también, es importante, afables y compasivas. Por todo esto mis simpatías están con el club de las escritoras airadas que se reúne aquí (en el taller de escritura) los miércoles.
Ahora, un par de observaciones. Si hay una epidemia de varones impresentables también es en parte por la existencia de su tipo femenino equivalente. A unos y a otras los podemos ver en redes sociales y en concursos televisivos. Una característica común es que nunca los verás leyendo un libro. Por otro lado, no debemos olvidar que del mismo modo que no hay comportamientos perfectos, tampoco existen los comportamientos perfectamente imperfectos. Hasta el peor criminal tiene sus rasgos entrañables y si leer es bueno, no leer no tiene nada de malo.
Hay un libro de Rebecca Solnit con un título que me gusta. Un título irónico y clarificador: Los hombres me explican cosas. Creo que soy feminista y si no puedo o no me dejan serlo o no está claro qué es ser feminista, diré que estoy a favor de las mujeres. Porque todos somos humanos —eso también— pero sobre todo, sospecho, porque he tenido dos hijas.
Conozco ese tipo de ente masculino intoxicado de testosterona que se comporta como un primate que teme no llegar a reproducirse. Los veo como un peligro por, entre otras cosas, como apuntaba Odile, su dudosa capacidad para amar. Digo “ente masculino” porque “hombre” es otra cosa. Si Dios lo hizo a su imagen y semejanza —que no lo sé—, no pudo hacerlo así, metrosexual e idiota. En cuanto a las mujeres, sí que pudo hacerlas así, resueltas y feroces; pero también, es importante, afables y compasivas. Por todo esto mis simpatías están con el club de las escritoras airadas que se reúne aquí (en el taller de escritura) los miércoles.
Ahora, un par de observaciones. Si hay una epidemia de varones impresentables también es en parte por la existencia de su tipo femenino equivalente. A unos y a otras los podemos ver en redes sociales y en concursos televisivos. Una característica común es que nunca los verás leyendo un libro. Por otro lado, no debemos olvidar que del mismo modo que no hay comportamientos perfectos, tampoco existen los comportamientos perfectamente imperfectos. Hasta el peor criminal tiene sus rasgos entrañables y si leer es bueno, no leer no tiene nada de malo.
martes, 4 de marzo de 2025
Regalos
Un descubrimiento: Tiene más mérito saber recibir un regalo que darlo. Se lo he leído a A S Byatt, dama inglesa nacida Antonia Susan (comprendo su opción por las iniciales). En uno de sus cuentos dice: (Ella) también cree firmemente que hay más auténtica bondad y cortesía en aceptar regalos de forma agradecida y entusiasta que en hacerlos.
Tiene sentido. Sabía que hacer regalos es más satisfactorio que recibirlos. Haces un regalo y piensas, ah, qué bien que puedo demostrar mi aprecio por esa persona (o en el subconsciente: soy mejor que tú, este regalo que te hago lo demuestra). Sí, hacer felices a los demás, eso está bien. Ernst Junger al respecto: si prescindo de mis bienes en favor de otro, los pierdo solo en apariencia: la pérdida exterior se convierte en ganancia interior. El que da se queda a gusto, más que el que toma.
El receptor, por su parte, también fluctúa en sus sensaciones. Agradece el regalo, piensa: me aprecia de verdad, se ha tomado la molestia y se ha gastado un dinero. Pero a menudo también pasa que el regalo no le parece gran cosa, o no le gusta en absoluto, lo acepta con una media sonrisa y comenta un desganado no tenías que haberte molestado. O están los peores casos en los que alguien en vez de alegrarse y agradecer se resiente, maldito perdonavidas, ahora creerá que le debo una, que es mejor que yo. Por eso el mérito mayor es el del que sabe recibir un regalo y agradecerlo de corazón.
Tiene sentido. Sabía que hacer regalos es más satisfactorio que recibirlos. Haces un regalo y piensas, ah, qué bien que puedo demostrar mi aprecio por esa persona (o en el subconsciente: soy mejor que tú, este regalo que te hago lo demuestra). Sí, hacer felices a los demás, eso está bien. Ernst Junger al respecto: si prescindo de mis bienes en favor de otro, los pierdo solo en apariencia: la pérdida exterior se convierte en ganancia interior. El que da se queda a gusto, más que el que toma.
El receptor, por su parte, también fluctúa en sus sensaciones. Agradece el regalo, piensa: me aprecia de verdad, se ha tomado la molestia y se ha gastado un dinero. Pero a menudo también pasa que el regalo no le parece gran cosa, o no le gusta en absoluto, lo acepta con una media sonrisa y comenta un desganado no tenías que haberte molestado. O están los peores casos en los que alguien en vez de alegrarse y agradecer se resiente, maldito perdonavidas, ahora creerá que le debo una, que es mejor que yo. Por eso el mérito mayor es el del que sabe recibir un regalo y agradecerlo de corazón.
sábado, 1 de marzo de 2025
La papelera
La papelera, un estudio crítico. En referencia a la papelera hay tres aspectos a considerar: el objeto, el concepto y la función. Como objeto su misma ubicuidad —está por todas partes— la hace de difícil descripción. Como estereotipo es un cono truncado invertido hueco de material sintético. Como miembro de una especie es la prima sofisticada del cubo de la basura. A partir de ahí las posibilidades de diseño son cuasinfinitas. La más elegante puede que sea la papelera de rejilla.
El concepto papelera nace como un efecto colateral indeseado de la invención del papel en China hace dos mil años. La papelera viene a paliar una imperfección que no radica en el papel en sí, sino en el uso que hacemos de él. Por otra parte el concepto ha transcendido al objeto, he ahí la papelera en la pantalla del ordenador.
La función original de la papelera es la de contribuir a la eterna lucha de la humanidad contra la entropía. La entropía, en termodinámica, es el grado de desorden de un sistema. Extrapolando a la vida cotidiana, hacer uso de la papelera ayuda a reducir ese desorden; aunque a la larga, como es natural, el desorden prevalezca. Con el uso, la papelera ha devenido en multifuncional y tiene como valor añadido, entre otras posibles, una importante dimensión lúdica. Sucede cuando se utiliza para encestar bolas de papel arrugado.
He dejado para el final su función en Literatura. Se describe en una frase que según Robert Graves decía el rector de su universidad. Según otros quien la dijo fue Isaac Bashevis Singer (es probable que lo dijera en yiddish). La han repetido muchísimos más, una lista que termina de momento aquí, en mí. Aviso que hay, debido al género, un matiz distorsionador en la traducción que no estaba en la frase en inglés. Esta es la cita: La papelera es el mejor amigo del escritor. Aunque debo decir que otros asignan ese protagonismo al rotulador de tachar.
El concepto papelera nace como un efecto colateral indeseado de la invención del papel en China hace dos mil años. La papelera viene a paliar una imperfección que no radica en el papel en sí, sino en el uso que hacemos de él. Por otra parte el concepto ha transcendido al objeto, he ahí la papelera en la pantalla del ordenador.
La función original de la papelera es la de contribuir a la eterna lucha de la humanidad contra la entropía. La entropía, en termodinámica, es el grado de desorden de un sistema. Extrapolando a la vida cotidiana, hacer uso de la papelera ayuda a reducir ese desorden; aunque a la larga, como es natural, el desorden prevalezca. Con el uso, la papelera ha devenido en multifuncional y tiene como valor añadido, entre otras posibles, una importante dimensión lúdica. Sucede cuando se utiliza para encestar bolas de papel arrugado.
He dejado para el final su función en Literatura. Se describe en una frase que según Robert Graves decía el rector de su universidad. Según otros quien la dijo fue Isaac Bashevis Singer (es probable que lo dijera en yiddish). La han repetido muchísimos más, una lista que termina de momento aquí, en mí. Aviso que hay, debido al género, un matiz distorsionador en la traducción que no estaba en la frase en inglés. Esta es la cita: La papelera es el mejor amigo del escritor. Aunque debo decir que otros asignan ese protagonismo al rotulador de tachar.
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