Una obra maestra, en literatura, requiere de la colaboración de dos y, con frecuencia, hasta de tres genios. El primero es el que la escribe, naturalmente. El tercero — luego hablamos del segundo— no siempre es necesario, solo cuando se lee la obra en un idioma distinto al original. Se trata del traductor, cuyo nivel de genialidad ha de ser similar o superior al del autor, nunca inferior. Un traductor inferior desgracia la obra sin remedio. Uno superior corre el peligro de mejorarla, lo que no deja de ser un problema. El traductor se enfrenta a la titánica tarea de cambiar de idioma sin perder ni ganar nada en el camino; algo que es imposible, pero bueno, bastante será que se junten esos dos genios.
Una vez escrita la obra —y traducida en su caso—, por muy buena que sea, si no interviene otro genio, el segundo, sigue sin ser una obra maestra. Pista: es como el árbol partido por un rayo en el bosque: si nadie lo ha visto, ¿de verdad ha caído ese árbol partido por un rayo en el bosque? No, de alguna forma. Lo mismo sucede con la obra que nadie ha leído. Seguro que hay por ahí un buen número de grandes libros escritos por genios aislados en sus bosques a los que nadie ha tenido la oportunidad de echar un vistazo.
Así que, dijo el dios de la literatura, léase la obra, y la obra fue leída. ¿Es ya suficiente? Tampoco, a no ser que comparezca nuestro querido segundo genio, el lector que esté a la altura, el lector que dialogue de tú a tú con el autor (y con el traductor, si lo hubiera), alguien a quien queremos tanto porque podríamos ser nosotros mismos. Pero hay más: cada combinación distinta de autor, traductor y lector (geniales) hace que la obra, además de maestra, sea también única, porque ni traducciones ni lecturas son nunca iguales.
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