En el principio fue la realidad, que está ahí pero es incomprensible. Con nuestros cinco sentidos somos capaces de sobrevivir pero estamos mal equipados para entender la existencia. Para nosotros la realidad es una elaboración inestable de la mente que aún no se ha logrado sintetizar en ningún laboratorio.
Una de las funciones de la literatura, quizá la más importante, es extraer de esa turbia realidad una ficción más o menos presentable que nos sirva para orientarnos. A la vez, la literatura es una enfermedad crónica incruenta que se puede complicar si se le suman otras patologías. Pon literatura y alcoholismo, máximo peligro.
Los que beben en exceso son alcohólicos; si se trata de un escritor, sufre de dipsomanía. Este aforismo está inspirado por otro, mejor, de Karmelo C. Iribarren: la gente se hace vieja, sin más, los poetas nos alejamos por una calle solitaria hacia el crepúsculo.
La literatura es también un remedio para el insomnio. No me refiero a leer para coger el sueño. Hoy, por ejemplo (no hoy, hoy; hoy, el día que lo escribí); en ese hoy me he despertado a las cinco de la mañana y en la oscuridad, con las manos entrelazadas bajo la nuca, escucho el sonido de la lluvia en la calle. Como quien oye llover se dice y me parece injusto ese desprecio. Nada que haya hecho el ser humano ha superado a la lluvia, escribió Mary Oliver (insisto).
No sé si te has dado cuenta de lo que está pasando: estoy contándome una historia. Oigo caer la lluvia y me gusta —los placeres sencillos— y lo estoy escribiendo en mi cabeza, fingiendo una seguridad que no tengo, y me pregunto cómo sería mi vida sin literatura. Qué bobada; cómo va a ser, igual.., parecida.., otra…
Y entonces se me ocurre lo de la enigmática realidad y el papel de la literatura como aditamento que le ponemos a la vida para hacerla potable. Te puedes beber la vida como viene o te la puedes beber filtrada a través de las palabras, o dicho de otro modo: nada hay más hermoso que la vida, excepto la vida con literatura.
jueves, 30 de octubre de 2025
lunes, 27 de octubre de 2025
El blues del autobús
Dice alguien que meterse en un coche es la forma perfecta de aislarse. Nunca lo había pensado así de claro. Sin embargo, era consciente de la otra cara de esa afirmación: viajar en el transporte público te pone en contacto con el mundo. Salir de casa es ya salir de tu burbuja; aunque otra corriente de pensamiento afirma que nadie sale nunca de su burbuja, que los intercambios físicos y psíquicos, incluso químicos, solo inciden en el ser de cada uno de un modo superficial.
Viaje de ida y vuelta a la ciudad en autobús. A la ida va medio vacío y aún así, ahí estaba la vida, cociéndose a fuego lento. Delante de mí, una chica lee un libro. ¡Un libro! Uno de tapa dura, no he podido ver la portada. Otro yo más descarado le hubiera dicho: perdona, una pregunta, por curiosidad, ¿qué estás leyendo? No sería otro yo; sería otro a secas.
Al otro lado del pasillo una madre y, en el lado de la ventana, su hija; una niña de unos tres años que no se está quieta ni un segundo. Se arrodilla en el asiento, se levanta, se gira; no calla. En realidad no dice nada, parlotea, solo se trata de liberar su energía nuclear. Ahora maúlla y por el timbre de voz parece un gato de verdad. Al rato, comienza a repetir, hello, hello, sin parar de moverse mientras su madre, impasible, ejerce de tranquila barrera.
A la vuelta el autobús va lleno. Ha anochecido y apenas se oyen algunos murmullos. Delante tengo ahora un chaval, de unos quince o dieciséis años, con el móvil a la altura de los ojos, que no para de teclear y pasar pantallas a un ritmo frenético. Otro yo más descarado; es decir otro, no yo; le hubiera dicho: ¿podrías teclear más despacio?, es que no me da tiempo a enterarme de nada.
Viaje de ida y vuelta a la ciudad en autobús. A la ida va medio vacío y aún así, ahí estaba la vida, cociéndose a fuego lento. Delante de mí, una chica lee un libro. ¡Un libro! Uno de tapa dura, no he podido ver la portada. Otro yo más descarado le hubiera dicho: perdona, una pregunta, por curiosidad, ¿qué estás leyendo? No sería otro yo; sería otro a secas.
Al otro lado del pasillo una madre y, en el lado de la ventana, su hija; una niña de unos tres años que no se está quieta ni un segundo. Se arrodilla en el asiento, se levanta, se gira; no calla. En realidad no dice nada, parlotea, solo se trata de liberar su energía nuclear. Ahora maúlla y por el timbre de voz parece un gato de verdad. Al rato, comienza a repetir, hello, hello, sin parar de moverse mientras su madre, impasible, ejerce de tranquila barrera.
A la vuelta el autobús va lleno. Ha anochecido y apenas se oyen algunos murmullos. Delante tengo ahora un chaval, de unos quince o dieciséis años, con el móvil a la altura de los ojos, que no para de teclear y pasar pantallas a un ritmo frenético. Otro yo más descarado; es decir otro, no yo; le hubiera dicho: ¿podrías teclear más despacio?, es que no me da tiempo a enterarme de nada.
viernes, 24 de octubre de 2025
Papeles
¿Dónde está la libreta en la que apuntaba mis frases? Tengo un problema con los papeles. Los dejo a un lado para cuando me hagan falta y se van formando pilas de folios, recortes, carpetas, impresos, recibos, tiques, notas, cuadernos, alguna que otra libreta y libros; que son más difíciles de extraviar pero no te fíes.
Con todos ellos se cumple la ley de los objetos inanimados, que en realidad sí que se mueven. Incluso, en este caso, hay un término específico al respecto: traspapelarse. Cualquier papel que decidas conservar se desplazará de su lugar original a otro algo más apartado y seguirá alejándose poco a poco hasta acabar camuflado al fondo de un cajón o en lo alto de una estantería, o escondido en el hueco entre un mueble y la pared.
Hace tiempo que no utilizo aquella libreta; ahora recurro al móvil. Y dentro del móvil al correo electrónico. Cuando se me ocurre algún aforismo o similar lo guardo en un borrador. Ahora mismo tengo activos cuatro (borradores). Uno para estas frases; otro para ir apuntando títulos de películas, series, libros o autores; en un tercero guardo una clave para operaciones bancarias y el cuarto, y último, contiene un mensaje afectuoso y emotivo que me mandó alguien que ya no sé quién fue exactamente.
Soy consciente de que estos borradores no son el recipiente idóneo. Ya me pasó una vez que cambié de móvil y al hacer la migración de la cuenta de correo los mensajes enviados y recibidos hicieron la travesía del desierto pero los borradores se perdieron por el camino. Pero asumo el riesgo, sic transit gloria mundi.
La experiencia me dice que las acumulaciones de papeles corren una suerte parecida. O no hay forma de dar con ellos cuando los necesitas o cuando aparecen han perdido vigencia. La verdad es que nunca debí guardarlos en primer lugar. Lo propio de estos tiempos es ahorrar en papel y aceptar que toda nuestra información está en el aire, circulando entre servidores, y que así seguirá hasta el día del gran apagón; o hasta el fin del mundo en su defecto.
Con todos ellos se cumple la ley de los objetos inanimados, que en realidad sí que se mueven. Incluso, en este caso, hay un término específico al respecto: traspapelarse. Cualquier papel que decidas conservar se desplazará de su lugar original a otro algo más apartado y seguirá alejándose poco a poco hasta acabar camuflado al fondo de un cajón o en lo alto de una estantería, o escondido en el hueco entre un mueble y la pared.
Hace tiempo que no utilizo aquella libreta; ahora recurro al móvil. Y dentro del móvil al correo electrónico. Cuando se me ocurre algún aforismo o similar lo guardo en un borrador. Ahora mismo tengo activos cuatro (borradores). Uno para estas frases; otro para ir apuntando títulos de películas, series, libros o autores; en un tercero guardo una clave para operaciones bancarias y el cuarto, y último, contiene un mensaje afectuoso y emotivo que me mandó alguien que ya no sé quién fue exactamente.
Soy consciente de que estos borradores no son el recipiente idóneo. Ya me pasó una vez que cambié de móvil y al hacer la migración de la cuenta de correo los mensajes enviados y recibidos hicieron la travesía del desierto pero los borradores se perdieron por el camino. Pero asumo el riesgo, sic transit gloria mundi.
La experiencia me dice que las acumulaciones de papeles corren una suerte parecida. O no hay forma de dar con ellos cuando los necesitas o cuando aparecen han perdido vigencia. La verdad es que nunca debí guardarlos en primer lugar. Lo propio de estos tiempos es ahorrar en papel y aceptar que toda nuestra información está en el aire, circulando entre servidores, y que así seguirá hasta el día del gran apagón; o hasta el fin del mundo en su defecto.
martes, 21 de octubre de 2025
Opiniones, las justas (y3)
Si me hubieran preguntado, que ya sé que no, habría propuesto otro título distinto a “Mis cambios de opinión” para el libro “Changing My Mind” de Julian Barnes; uno que hubiera evitado la resbaladiza y, a menudo, tóxica palabra (opinión) y también el “mis” que no deja de ser un subrayado egocéntrico que no me cuadra con la personalidad del autor. Lo he pensado un poco y el título que elegiría es “Cambiando de idea”.
Escrito esto, me he encontrado con que en 2009 Zadie Smith escribió un libro con el mismo título. Se tradujo al español como “Cambiar de idea” (uy, por poco); Aixa de la Cruz, por cierto, publicó, directamente en castellano, otro titulado también “Cambiar de idea” en 2019. Lo gordo es que ambos los había leído pero no me he acordado hasta tropezar con una referencia.
Conclusiones: todo indica que “Mis cambios de opinión” no es el título más adecuado para la edición en español del libro de Julian Barnes; y, por otra parte, confirmo una vez más, y sin ninguna satisfacción, lo mediocre que es mi memoria.
Escrito esto, me he encontrado con que en 2009 Zadie Smith escribió un libro con el mismo título. Se tradujo al español como “Cambiar de idea” (uy, por poco); Aixa de la Cruz, por cierto, publicó, directamente en castellano, otro titulado también “Cambiar de idea” en 2019. Lo gordo es que ambos los había leído pero no me he acordado hasta tropezar con una referencia.
Conclusiones: todo indica que “Mis cambios de opinión” no es el título más adecuado para la edición en español del libro de Julian Barnes; y, por otra parte, confirmo una vez más, y sin ninguna satisfacción, lo mediocre que es mi memoria.
sábado, 18 de octubre de 2025
Opiniones, las justas (2)
Esa palabra —que me causa cierto malestar interior— es “opinión”. Si te fijas no está en el título original, que alude a cambios “en la mente” (Changing my mind es una construcción inglesa que no admite una traducción literal). “Opinión” es una palabra que existe tal cual en inglés, opinion; mi duda, mi sospecha, es que si Barnes no la utiliza, si no ha optado por un Changing my opinions, tal vez sea porque las dos oraciones no significan lo mismo.
Las opiniones son un problema. Opinar es libre y suicida. Las opiniones las carga el diablo. Les tengo manía a las opiniones, no sé si se nota. Por lo general, las consideradas opiniones no pasan de ser simples impresiones, huellas en la arena que se borran con la marea. El concepto se ha banalizado y la palabra ha perdido el decoro.
No tengo nada en contra de las opiniones, digamos, justas; las de alguien que medita y mide sus palabras antes de hablar, o escribir. Pero en este sálvese quien pueda mediático en el que vivimos son algo muy raro. Lo habitual, lo desmoralizador, es lo contrario, que cualquiera diga lo primero que le pasa por la cabeza y que tantas veces es una barbaridad. Respeto principios y convicciones, pero recelo muy mucho de las opiniones; prefiero hablar de pareceres, reflexiones, pensamientos o puntos de vista.
Las opiniones son un problema. Opinar es libre y suicida. Las opiniones las carga el diablo. Les tengo manía a las opiniones, no sé si se nota. Por lo general, las consideradas opiniones no pasan de ser simples impresiones, huellas en la arena que se borran con la marea. El concepto se ha banalizado y la palabra ha perdido el decoro.
No tengo nada en contra de las opiniones, digamos, justas; las de alguien que medita y mide sus palabras antes de hablar, o escribir. Pero en este sálvese quien pueda mediático en el que vivimos son algo muy raro. Lo habitual, lo desmoralizador, es lo contrario, que cualquiera diga lo primero que le pasa por la cabeza y que tantas veces es una barbaridad. Respeto principios y convicciones, pero recelo muy mucho de las opiniones; prefiero hablar de pareceres, reflexiones, pensamientos o puntos de vista.
miércoles, 15 de octubre de 2025
Opiniones, las justas (1)
Julián Barnes, decía, o pensaba, durante años para referirme al escritor inglés. Ahora intento pronunciarlo bien, Iulian Barns. Barnes es uno de esos pocos —y espero que selectos— autores que me han acompañado toda la vida, o casi. Me lleva diez años, en enero cumplirá 80, y es como un hermano mayor, aunque él no lo sepa.
Este año ha publicado un libro con cinco ensayos sobre los temas de su vida: la memoria, las palabras, la política, los libros y el tiempo y la edad. Se me ha hecho raro lo de la política, pero resulta que también en eso me gusta lo que dice. En inglés el título del libro es “Changing My Mind”; que en principio, entiendo, se suele traducir como “Cambiando de opinión”, pero que se ha publicado como “Mis cambios de opinión”. Sospecho razones publicitarias en esta traducción, veo un afán de personalizar, de sugerir que se cuentan intimidades del escritor o algo así.
Este año ha publicado un libro con cinco ensayos sobre los temas de su vida: la memoria, las palabras, la política, los libros y el tiempo y la edad. Se me ha hecho raro lo de la política, pero resulta que también en eso me gusta lo que dice. En inglés el título del libro es “Changing My Mind”; que en principio, entiendo, se suele traducir como “Cambiando de opinión”, pero que se ha publicado como “Mis cambios de opinión”. Sospecho razones publicitarias en esta traducción, veo un afán de personalizar, de sugerir que se cuentan intimidades del escritor o algo así.
Ninguno
de esos
dos
posibles
títulos me llena.
El
que menos el segundo, ya
que
“Mis
cambios de opinión” enfatiza,
como
decía,
unos cambios
muy
concretos, personales,
mientras “Cambiando
de opinión” —que
tampoco me convence del todo— es
más neutro
y abarca
el
fenómeno en general de que uno, cualquiera, pueda,
y de hecho deba,
variar su
forma de ver el mundo
a lo largo de los
años.
El problema con estos dos títulos está en una palabra que, supongo, ya has deducido cuál es.
domingo, 12 de octubre de 2025
Identifíquese
Leo porque se me da bien. Con el tiempo le he cogido gusto, es lo bueno de la perseverancia (funciona en cualquier campo). Se empieza a leer para entretenerse, para soñar con otras vidas, para evadirse de esta; se acaba leyendo para seguir entreteniéndose pero también para aprender y para entender. O sea, para hacer lo contrario de evadirse.
Los best sellers son libros que se han quedado en la primera fase de la lectura. A la larga, la bonita es la segunda, cuando lees para conocerte mejor y para conocer a los demás. En la adolescencia, la actitud habitual al leer un libro es la de identificarse con el personaje protagonista, o secundario si no hay otra cosa. Lees pensando que todo aquello te podía estar sucediendo a ti. O sabes que no te sucederá en mil años, pero disfrutas imaginándolo.
En mi caso, ese mecanismo ha funcionado mucho más allá en el tiempo; de una manera instintiva, casi sin darme ni cuenta. Hasta que un día, que no recuerdo cuando fue, me encontré ante la idea de que, según algunas opiniones, leer identificándose con un personaje es un error. Vaya, me estaba gustando la literatura por las razones equivocadas.
Nota: esto de “por las razones equivocadas” me suena a traducción literal del inglés: for the wrong reasons. Tiene que haber una forma más natural de decirlo en castellano.
Esta especie de epifanía me dejó preocupado, pero lo he ido superando. Identificarse con el protagonista, o casi más con el autor, me sigue ayudando a disfrutar de un libro. Hay una cita que repite Leila Guerriero en un artículo sobre Madame Bovary, aka (anglicismo innecesario y broma al lector) la señora Bovary. Dice Guerriero que dice Vargas Llosa (en “La orgía perpetua”) que un libro se convierte en parte de la vida de una persona por una suma de razones que tienen que ver simultáneamente con el libro y la persona. ¿No implicaría esto algún grado de identificación entre ambos?
Los best sellers son libros que se han quedado en la primera fase de la lectura. A la larga, la bonita es la segunda, cuando lees para conocerte mejor y para conocer a los demás. En la adolescencia, la actitud habitual al leer un libro es la de identificarse con el personaje protagonista, o secundario si no hay otra cosa. Lees pensando que todo aquello te podía estar sucediendo a ti. O sabes que no te sucederá en mil años, pero disfrutas imaginándolo.
En mi caso, ese mecanismo ha funcionado mucho más allá en el tiempo; de una manera instintiva, casi sin darme ni cuenta. Hasta que un día, que no recuerdo cuando fue, me encontré ante la idea de que, según algunas opiniones, leer identificándose con un personaje es un error. Vaya, me estaba gustando la literatura por las razones equivocadas.
Nota: esto de “por las razones equivocadas” me suena a traducción literal del inglés: for the wrong reasons. Tiene que haber una forma más natural de decirlo en castellano.
Esta especie de epifanía me dejó preocupado, pero lo he ido superando. Identificarse con el protagonista, o casi más con el autor, me sigue ayudando a disfrutar de un libro. Hay una cita que repite Leila Guerriero en un artículo sobre Madame Bovary, aka (anglicismo innecesario y broma al lector) la señora Bovary. Dice Guerriero que dice Vargas Llosa (en “La orgía perpetua”) que un libro se convierte en parte de la vida de una persona por una suma de razones que tienen que ver simultáneamente con el libro y la persona. ¿No implicaría esto algún grado de identificación entre ambos?
jueves, 9 de octubre de 2025
Esta mañana temprano
Es difícil contar algo original sobre la naturaleza. Pero a veces me digo: si hay escritores que se pasan páginas y páginas describiendo los matices de la luz en su jardín, por qué no voy a hacer yo algún comentario de vez en cuando. Ayer, la tarde fue cálida, para octubre, y al anochecer el reflejo del sol en las nubes, que oportunamente se habían colocado hacia el oeste, nos regaló un atardecer rojo.
Como no espabilo, saqué unas fotos con el móvil, pero lo cierto es que el resultado no fue satisfactorio. El cielo está muy bonito, oí que decía una vecina. Eso me hizo pensar que hay gente que no lo aprecia, que es bastante indiferente a estas cosas y la verdad es que no me atrevo a censurarlo.
Hoy me he levantado a las seis y cuarto, y después de desayunar —lo primero es lo primero— he salido a ver qué temperatura hacía. Se veían bastantes estrellas. Aquí la tentación es escribir que el cielo estaba cuajado de ellas, o algo así; pero quiero ser riguroso. Aún era de noche y de la Luna ni rastro. Tampoco estaba viendo todo el cielo, digamos que una cuarta parte. Sé poco del tema pero sí que los dos o tres puntos más brillantes suelen ser en realidad planetas; Marte, Venus o Júpiter.
Hasta aquí, bastante bien; me levanto pronto, bien por mí, y veo el cielo estrellado en el silencio de la noche. Pero tengo que añadir que lo he visto a través de los cristales de mis gafas. No tengo buena vista, la tengo regular tirando a mala. Y he sentido envidia, o más bien impotencia. Ahí estaban las estrellas y veía algunas pero qué no vería alguien con buena vista; yo solo atisbaba, mientras me ajustaba las gafas sobre la nariz, un puñado de astros luminosos.
Hacía frío, veía estrellas, ¿qué hacer con ello? Nada, pensar que somos pequeñitos, que igual la vida de verdad está en el fuego de las estrellas y nosotros solo somos unos seres lentos y fríos que lo vemos de muy lejos sin entender nada.
Como no espabilo, saqué unas fotos con el móvil, pero lo cierto es que el resultado no fue satisfactorio. El cielo está muy bonito, oí que decía una vecina. Eso me hizo pensar que hay gente que no lo aprecia, que es bastante indiferente a estas cosas y la verdad es que no me atrevo a censurarlo.
Hoy me he levantado a las seis y cuarto, y después de desayunar —lo primero es lo primero— he salido a ver qué temperatura hacía. Se veían bastantes estrellas. Aquí la tentación es escribir que el cielo estaba cuajado de ellas, o algo así; pero quiero ser riguroso. Aún era de noche y de la Luna ni rastro. Tampoco estaba viendo todo el cielo, digamos que una cuarta parte. Sé poco del tema pero sí que los dos o tres puntos más brillantes suelen ser en realidad planetas; Marte, Venus o Júpiter.
Hasta aquí, bastante bien; me levanto pronto, bien por mí, y veo el cielo estrellado en el silencio de la noche. Pero tengo que añadir que lo he visto a través de los cristales de mis gafas. No tengo buena vista, la tengo regular tirando a mala. Y he sentido envidia, o más bien impotencia. Ahí estaban las estrellas y veía algunas pero qué no vería alguien con buena vista; yo solo atisbaba, mientras me ajustaba las gafas sobre la nariz, un puñado de astros luminosos.
Hacía frío, veía estrellas, ¿qué hacer con ello? Nada, pensar que somos pequeñitos, que igual la vida de verdad está en el fuego de las estrellas y nosotros solo somos unos seres lentos y fríos que lo vemos de muy lejos sin entender nada.
lunes, 6 de octubre de 2025
Llámame Emma
Leí, hace muchos años, “Madame Bovary” y puedo decir que me afectó igual que el sirimiri a un viandante con chubasquero, las pequeñas palabras justas de Flaubert se deslizaron como gotas inofensivas sobre mi piel de plástico de lector impermeable. Por eso, y por el creciente respeto que les tengo a los clásicos de la literatura, llevo un tiempo con la idea de leerlo de nuevo, que en la práctica sería como volverlo a leer por primera vez (oxímoron).
Sobre los clásicos. Es habitual ponerse en guardia ante ellos; vaya rollo, qué me importa algo escrito hace siglos. Y a veces será así, pero luego resulta que vas leyendo alguno que otro y te das cuenta de que si un libro gusta a todos todo el tiempo, no puede ser por casualidad.
Antes de lanzarse a ello, hay que tener en cuenta la traducción. Con estos clásicos es especialmente importante. Una traducción antigua puede ser mortal de necesidad. Por suerte ahora, con Internet, es fácil indagar y en el caso de Madame Bovary me he enterado de que la primera traducción es de finales del XIX y el que la perpetró le adjudicó el título de “¡Adúltera!”, signos de exclamación incluidos. Sin comentarios. Después ha habido bastantes más y una de las mejores, de 1975, es la de Consuelo Berges.
Pero hay otra, de María Teresa Gallego Urrutia, tan alabada o más que aquella y más reciente en el tiempo (2012). Tiene, además, la audacia de introducir un cambio en el título mismo, que pasa a ser “La señora Bovary”. Es un cambio que tiene toda la lógica del mundo; si estamos traduciendo, traduzcamos. Esta Gallego Urrutia está metida ahora mismo, a cuatro manos con su hija, en la traducción de “En busca del tiempo perdido”. Por cierto que el libro también está traducido, y bien, al euskera.
Sobre los clásicos. Es habitual ponerse en guardia ante ellos; vaya rollo, qué me importa algo escrito hace siglos. Y a veces será así, pero luego resulta que vas leyendo alguno que otro y te das cuenta de que si un libro gusta a todos todo el tiempo, no puede ser por casualidad.
Antes de lanzarse a ello, hay que tener en cuenta la traducción. Con estos clásicos es especialmente importante. Una traducción antigua puede ser mortal de necesidad. Por suerte ahora, con Internet, es fácil indagar y en el caso de Madame Bovary me he enterado de que la primera traducción es de finales del XIX y el que la perpetró le adjudicó el título de “¡Adúltera!”, signos de exclamación incluidos. Sin comentarios. Después ha habido bastantes más y una de las mejores, de 1975, es la de Consuelo Berges.
Pero hay otra, de María Teresa Gallego Urrutia, tan alabada o más que aquella y más reciente en el tiempo (2012). Tiene, además, la audacia de introducir un cambio en el título mismo, que pasa a ser “La señora Bovary”. Es un cambio que tiene toda la lógica del mundo; si estamos traduciendo, traduzcamos. Esta Gallego Urrutia está metida ahora mismo, a cuatro manos con su hija, en la traducción de “En busca del tiempo perdido”. Por cierto que el libro también está traducido, y bien, al euskera.
viernes, 3 de octubre de 2025
Mensaje oculto
Una de las cosas que hacen buena una frase es su capacidad de sorprender. Me ha pasado con esta: Alguien que odia a los niños no puede ser del todo una mala persona. La dice un personaje de la última novela de Elizabeth Taylor. No hablo de la actriz, sino de la escritora (que por lo visto decía que la coincidencia de nombres le venía bien). Por lo demás, el personaje no se explica demasiado, solo hace el comentario después de declarar que “Peter Pan” le parece una historia horrible.
Seguramente solo es una broma, un ejemplo de humor británico; hay que amar siempre a los niños, sin duda. Pero, metido en el juego, me ha gustado la frase por la piedad, o la caridad (de repente no sé distinguir entre ambas), que muestra hacia un comportamiento que se condena socialmente.
Diríamos que abre una puerta a la esperanza, que si alguien odia a los niños puede tener sus razones; no sé cuales, un trauma en la infancia, un hartazgo del mundo o haber tropezado con algún que otro niño verdaderamente odioso, que los habrá.
Pero estas serían explicaciones accidentales y la frase sugiere que hay otra intrínseca, connatural; que hay algo en el hecho de odiar a los niños, a todos, que hace imposible la maldad absoluta. Por ejemplo, se me ocurre, esa persona puede poseer una sensibilidad especial y odia a los niños porque le arrastran a la medianía y le impiden ejercer un bien superior.
Otra vez estoy especulando. Al final me quedo con que, aunque no entendamos las razones de ese odio (que no las habrá), también se nos está diciendo que a menudo las cosas no son como parecen y siempre puede haber algo que se nos escape.
Seguramente solo es una broma, un ejemplo de humor británico; hay que amar siempre a los niños, sin duda. Pero, metido en el juego, me ha gustado la frase por la piedad, o la caridad (de repente no sé distinguir entre ambas), que muestra hacia un comportamiento que se condena socialmente.
Diríamos que abre una puerta a la esperanza, que si alguien odia a los niños puede tener sus razones; no sé cuales, un trauma en la infancia, un hartazgo del mundo o haber tropezado con algún que otro niño verdaderamente odioso, que los habrá.
Pero estas serían explicaciones accidentales y la frase sugiere que hay otra intrínseca, connatural; que hay algo en el hecho de odiar a los niños, a todos, que hace imposible la maldad absoluta. Por ejemplo, se me ocurre, esa persona puede poseer una sensibilidad especial y odia a los niños porque le arrastran a la medianía y le impiden ejercer un bien superior.
Otra vez estoy especulando. Al final me quedo con que, aunque no entendamos las razones de ese odio (que no las habrá), también se nos está diciendo que a menudo las cosas no son como parecen y siempre puede haber algo que se nos escape.
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