domingo, 16 de julio de 2023

Un feliz acontecimiento (y2)

    Esperé nervioso hasta que se abrieron las puertas de la zona de paritorios y asomó una camilla. Me acerqué y al inclinarme sobre la camilla vi que la parturienta, una chica de pelo corto muy negro y piel blanca, no era Ana. Hasta aquí nada raro pero resulta que reconocí a la chica porque era la vecina del segundo. Acababa de dar a luz a un niño.
    Ampliando la perspectiva, la casualidad fue aún mayor porque ese mismo día, en otro lugar, también nació la hija de otra pareja que vivía en el sexto. En una casa de siete pisos con catorce viviendas tres bebés vinieron al mundo el mismo día. La explicación (relativa) es que eran pisos nuevos habitados por gente joven. Por completar datos: nosotros vivíamos en el quinto.
    “Nuestro” parto fue bien, dentro de que cualquier parto tenga su buena ración de sangre, dolor y caos (esto lo deduzco de lo visto en películas y documentales). Pronto salió alguien que me dijo que todo había ido bien y que esperara en la habitación. Allí estaba cuando llevaron en su cuna a mi hija recién nacida, pequeña, arrugada e indefensa. Su visión me provocó un ataque de ternura que aún no se me ha pasado del todo.
    Unas horas más tarde, creo que cuando ya estábamos de vuelta en casa, me di cuenta de que había perdido el anillo de boda. En seguida supuse donde: en el sofá mientras esperaba vigilando las puertas batientes de los paritorios. Había estado jugando con él, ahora me lo quito, ahora me lo pongo. No apareció.
    Mi actuación como padre el día que nace su primera hija no fue especialmente inspiradora: me cierran el paso al paritorio por pusilánime y luego pierdo el anillo de casado. Me aferro a una visión positiva; quedó claro cuál era mi prioridad, aquella pérdida fue lo de menos.

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