jueves, 5 de octubre de 2023

Ajedrez

    Un día pude ser campeón del mundo de ajedrez. Lo he escrito por ver como quedaba y, la verdad, suena bien, muy halagador, pero nada más lejos. Sé jugar y poco más. Hace tiempo que no lo hago y ahora mismo alguna regla puede que se me escape —se me escapa, seguro—.
    En mi familia no ha habido tradición de ajedrez. Cuando tenía siete u ocho años me regalaron un juego en miniatura. Era una caja de madera que abierta formaba el tablero. Cada casilla tenía un agujerito donde se encajaban las figuras de apenas un centímetro. Los agujeros de fábrica eran algo más estrechos de lo debido y mi padre me llevó al taller y los ensanchó con un taladro. Era festivo y estábamos los dos solos, la luz del día entraba por los ventanales, me sentí privilegiado por estar allí.
    El juego me fascinó; era una guerra a la antigua y tenías un ejército a tu disposición. Con once o doce años llegó el momento culminante de mi carrera como ajedrecista. Una noche, antes de dormirme, determiné mentalmente los movimientos necesarios para conseguir el jaque mate más rápido posible. Ya estaba inventado —es el mate Pastor, lo supe más tarde— pero para mí fue todo un logro.
    No mucho después, en el colegio organizaron unas partidas y me apunté. Acudí un sábado por la mañana y me enfrenté a un chico que no conocía. Hice la jugada ensayada y para mi sorpresa no se dio cuenta, KO en el primer asalto. Días después el Hermano Prefecto me hizo un comentario sobre mi victoria fulminante. Se imaginaba lo que no era. Fue lo más cerca que estuve de ser campeón del mundo. Desde entonces todo ha sido un continuo declive. En lo que se refiere al ajedrez, que quede claro.

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