viernes, 20 de septiembre de 2024

Razones para no leer a Alice Munro

    Los portugueses tienen un lío con los apellidos. O tenían. Aunque el que se trasmite es el paterno, es el materno el que va por delante. Por ejemplo; Pessoa, el escritor, se llamaba Fernando António Nogueira Pessoa. Me he acordado de esto pensando en Alice Munro, la escritora canadiense.
    Aunque Munro suena lo suficientemente escocés no era su apellido de nacimiento sino el de su primer marido. Luego se divorció y se volvió a casar pero ya no cambió de apellido, menos mal. El apellido original era Laidlaw y la familia provenía de Escocia, por eso decía lo de escocés.
    Esto tiene que ver con la literatura porque en su libro The View from Castle Rock (La vista desde Castle Rock, qué título mas bonito) cuenta la historia del salto de los Laidlaw de la campiña escocesa a la provincia de Ontario, en Canadá. La historia de una emigración, por cierto. Es un buen libro, como todos los suyos que he leído; Alice Munro no sabía escribir mal.
    Pensando en su caso; en la reacción tibia, como poco, que al parecer tuvo ante los abusos por parte de su segundo marido a una de las hijas del primero, se comprende que pueda haber rechazo hacia su obra. Supongo que la hija abusada, desde luego, no tendría ninguna gana de leer nada suyo. Pero esa aversión se hace menos lógica cuanto más nos alejemos de la persona “Alice Munro”; cuando esta pasa a ser un ser humano imperfecto como cualquier otro.
    Por mi parte, la conocí mayor (conocí su obra, se entiende). Me había hecho la idea de una señora comedida, un tanto antigua. Me equivocaba, no se corta un pelo escribiendo. Ahora sale esa historia oscura de abusos. Si había alguien capaz de contarlo era precisamente ella; de hecho, abundan en su obra situaciones no muy distintas relatadas con maestría.
    Los escritores suelen decir que una vez que un libro está impreso es como un hijo que se ha independizado. Estoy de acuerdo, el libro se convierte en un ente autónomo al que hay que juzgar por lo que es, no por lo que haya hecho su madre antes, durante o después de escribirlo. En definitiva, que no se me ocurre ninguna razón para no leer a Alice Munro.

martes, 17 de septiembre de 2024

Reciclaje

    La manera más natural de empezar a contar algo es diciendo “una vez”. Es una forma adverbial, creo; estoy especulando, no hice filología hispánica (y si lo hubiera estudiado seguramente no me acordaría). Vale, bien, pues una vez estaba, por circunstancias que no vienen al caso, en un pueblo pequeño y pintoresco y tras despachar lo que llevaba en la mochila quise deshacerme de los residuos que había generado.
    No había papeleras de ningún tipo a la vista y tras una ronda por los alrededores encontré una zona acotada con los distintos contenedores. Mi corazón se regocijó. Bien, me dije, esto es un pueblo modélico, cuidado, limpio. Cuando me acerqué para repartir mi humilde basura; orgánicos, plásticos, papel, cada cosa en su sitio; comprobé que los contenedores estaban herméticamente cerrados. Se conoce que cada vecino tenía su tarjeta para utilizarlos. No había nadie en los alrededores, así que dejé mi bolsa con la basura allí mismo, sobre uno de los contenedores, bien a la vista. Uno lo intenta, modestamente.
    Que yo sepa hay cuatro tipos de basura (a efectos del reciclaje): orgánica, papel o cartón, plástico y resto. Pero siempre tengo dudas. No acabo de entender que los briks sean plástico y no cartón. Y bueno, me estaba olvidando del vidrio. Tema vidrioso este de la basura. Por cierto, los botes de mermelada, de cristal, vale, ¿y la tapa? Va con el frasco o hay que tirarla aparte. Y aparte, ¿dónde?
    Otra duda, el otro día me tomé un café de máquina y después de revolver el azúcar me quedé con el palito (de madera) en la mano dudando. Había tres papeleras; azul, amarilla y otra, igual era negra, ahora mismo no sabría decirlo. Desde fuera no se veía qué había dentro y además no tengo ni idea de donde va la madera. ¿Dónde se tira el palito?

sábado, 14 de septiembre de 2024

Formas de levantarse

    No sé de cuantas formas distintas puede uno levantarse de la cama. De una sola, sería la respuesta de la persona cabal; uno se levanta y ya está. Vale, sí, de acuerdo, pero siempre hay matices. Si hay que ir a trabajar o hacer algo a hora fija te levantas cuando suena el despertador; o un poco antes, por ese curioso mecanismo interno que tenemos que nos hace despertarnos justo en ese momento. Así nos hemos levantado siempre los cumplidores.
    Si no hay una obligación concreta la cosa cambia. Lo primero que hay que hacer es despertarse, salvo casos de sonambulismo y que yo sepa nunca me ha pasado. Así que te despiertas; pero no de golpe, sino poco a poco. Te das cuenta de que te estás despertando pero a la vez sigues dentro de un sueño. En esos momentos, sucede a menudo que no sabes donde estás ni en el espacio ni en el tiempo. Confundes la habitación con otras en las que has dormido y dudas del día y de la hora. Con un esfuerzo mental considerable, vas saliendo del sueño y te sitúas en la siempre cruda realidad. Llegados a este punto, cuando ya eres dueño de todo el sentido común, poco o mucho, del que dispongas, lo habitual es repasar las perspectivas del día y hacer memoria por si tienes algo pendiente. Luego vas y te levantas.
    Pero quería comentar algo que me pasa de vez en cuando. Me pasa a mí y por fuerza le tiene que pasar a otros; puede que a ti también. Es cuando estoy ya despierto del todo, consciente, sabiendo quién soy y donde estoy (dentro de lo que cabe), tumbado boca arriba o de lado, y pienso, bueno, me puedo quedar un rato así, relajado, pensando en cosas agradables, y así lo hago y me voy poco a poco perdiendo en pensamientos erráticos. Y de pronto, como si mi cuerpo tuviera conectado un piloto automático, aparto la sábana y la colcha, me incorporo y me encuentro sentado al borde de la cama tanteando con los pies en busca de las zapatillas. Cada vez que pasa me pregunto cómo me he podido levantar sin que mi cerebro haya dado la orden, por así decirlo. Supongo que es el subconsciente, que decide que ya está bien de pensar en las musarañas.

miércoles, 11 de septiembre de 2024

Carpintero

    No conocí a mi abuelo materno. Murió antes de que mis padres se casaran. Poco sé de él, que se llamaba Vicente y que era carpintero. Mi madre no contaba nada, a mi padre le oí un par de veces decir que era muy religioso, que daba un poco de miedo por su seriedad. Tampoco sé de qué murió. Creo que sufría de úlcera de estómago y que como remedio solía beber leche.
    Tampoco le había visto nunca en fotografía. Como es lógico no estaba en la foto de grupo a la salida de la iglesia de la boda de mis padres. Un enigma total mi abuelo Vicente. Hasta que hace unos años no sé de donde apareció una foto de estudio de los años treinta, lo deduzco por las edades de los niños. En ella están mis abuelos y sus cinco hijos (nosotros también eramos cinco). Mi madre, que era la cuarta, tendría unos siete años y la foto tiene la peculiaridad de estar en parte coloreada a mano. El detalle más llamativo son los zapatos rojos de mi madre, una niña preciosa por otra parte y no es pasión de hijo.
    Mi abuelo Vicente, un vacío en el cuadro familiar. La idea a la que me he acogido desde siempre es al hecho de que fuera carpintero. Qué más dará, se podría decir, pero a mí me ha valido. Carpintero, como San José; como el mismo Jesús, y en esto no había caído, porque Jesucristo no salió del pueblo hasta que cumplió los treinta años y hasta entonces qué otra cosa pudo hacer excepto trabajar en la carpintería de su padre (su padre, porque ese papel cumplió, disquisiciones teológicas al margen).
    Carpintero, un oficio noble, artesanal. Trabajar la madera, fabricar sillas, mesas, camas, estanterías, obras de arte cotidianas. Uno de sus hijos, otro de los niños en la foto citada, también fue carpintero y yo, de niño, sabía donde tenía el taller, en los bajos de una casa antigua, a la salida del pueblo, pero nunca estuve dentro. Allí también debió de trabajar su hijo, mi primo, tercera generación de carpinteros.
    Cuando he visitado alguna carpintería, cuanto más antigua mejor, me he acordado de mi abuelo. Había una en especial en una calle empedrada del casco antiguo, el portón de entrada abierto y el taller con luz natural, las partículas suspendidas en el aire, el olor a serrín y madera, el banco de trabajo y las herramientas, las piezas a medio hacer. De ahí también vengo yo, pensaba.

domingo, 8 de septiembre de 2024

Proyectos vitales

    El problema básico de la vida es cómo ocupar el tiempo. Otra forma de decirlo: el problema básico de la vida es mantener a raya el nivel de ansiedad. Se infiere que estar entretenido contribuye a disminuir la zozobra existencial. Esto tiene una denominación (me han venido ahora las palabras): Terapia ocupacional.
    Hay gente que en la búsqueda, consciente o no, de este objetivo se dedica a grandes empresas científicas o humanitarias; bien por ellos. Otros intentamos portarnos bien y disfrutar con lo que tenemos a mano. No es gran cosa pero tampoco está tan mal; además, es importante no culpabilizarse.
    Entre todas las posibles, hay una “empresa” a la que se han dedicado y se dedican muchos. Los casos que conozco son masculinos, no sé si esto es representativo o puro azar. La tarea, no tardaré en aclararla, es una que viene de la noche de los tiempos, que acompaña a la humanidad desde los albores de la civilización. Lo diré, me refiero a la necesidad humana de tener un techo bajo el que cobijarse, al afán de construir, con ese propósito, con las propias manos, una casa, un refugio para la familia.
    Aunque la mayoría se conforma, o no le queda otro remedio, con las casas construidas por otros, hay algunos que, tal vez debido a algún gen recesivo, se embarcan en la tarea titánica de edificar su propio hogar. Unos pocos lo hacen de manera literal, ladrillo a ladrillo; son casos extremos que corresponderían a algún tipo de trastorno con nombre clínico, en cualquier caso un síndrome relativamente inofensivo.
    Pero aún dejando lo gordo del esfuerzo físico a abnegados profesionales de los distintos gremios, el hombre (o la mujer) al que me refiero dedicará horas, días, años a la culminación de su proyecto, cosa que en muchas ocasiones nunca llega a suceder, esa dedicación se convierte en su coartada de vida, dando la razón de paso a Baudelaire: Trabajar es menos aburrido que divertirse.
    Por otra parte, no sé si es casualidad, creo que no, pero en los casos que he conocido los afectados por este síndrome han sido, o son, magníficas personas; ejemplos a seguir en tantas cosas...

jueves, 5 de septiembre de 2024

Multiplicando

    Escucha las dos voces que te susurran al oído, por un lado la voz de Dios, admonitoria, diciendo multiplicaos; por el otro Bart Simpson, subversivo, espetando: multiplícate por cero. Dos voces de ficción, con todo el respeto para Dios, sea lo que sea que significa la palabra, y para Matt Groening, nombre bajo el que me atrevo a suponer se encuentra un ser humano de carne y hueso, de momento, o sea como tú y como yo.
    El Dios de la Biblia es una figura literaria, un mito religioso, elaborado a lo largo de milenios, que quiere representar a la divinidad. En la cuestión de fondo no puedo entrar porque no tengo ni idea (y además lo que pueda decir es irrelevante). Hace años se decía que las palabras de Dios fueron exactamente creced y multiplicaos, y así las aprendimos. Claro que hace tanto tiempo de eso que es normal que las cosas hayan cambiado.
    Nuevo inciso, el hecho de poner palabras concretas en la boca de Dios ya nos hace sospechar de la veracidad del personaje (una duda que es independiente, insisto, de que exista o no en realidad). ¿Por qué había de decir nada Dios? Antes ponían en sus labios esas palabras: Creced y multiplicaos, dichas en otro idioma, el que fuera. Ahora la versión oficial, la última que conozco al menos, lo que dice es sed fecundos y multiplicaos; que es redundante, por cierto, porque si has demostrado que eres fecundo es que te has multiplicado, al menos por uno, digo yo.
    Pero llega el descreído de Bart Simpson, por otra parte un botarate digno de su padre, y te dice que te multipliques por cero, o sea, que no te multipliques, que desaparezcas. Para decirlo todo—disclaimer— Bart Simpson dice otra cosa en el original, dice “Eat my shorts” literalmente “come mis pantalones cortos”; que, como se puede apreciar, no tiene ninguna gracia. El director de doblaje, Carlos Revilla, fue quien, al parecer, lo sustituyó por el genial multiplícate por cero. El citado Matt Groening no tiene, en este caso, nada que ver (he dicho su nombre en vano); así se escribe la historia.
    Ilustración musical. En 1961 Bobby Darin compuso Multiplication, tema que cantaba en la película “Cuando llegue septiembre”. Hubo multitud de versiones en castellano, entre ellas la más conseguida es “Multiplicando” del grupo mexicano Los Salvajes (aquí se llamaron Los Salvajes del Twist). La grabaron aquel mismo año 1961 y sorprende que la censura, afortunadamente, no pusiera ninguna pega a la letra.
    https://www.youtube.com/watch?v=qWs64wy2wGA

lunes, 2 de septiembre de 2024

Ambivalencia

    Esta es una lonja amplia que antes era una tienda de colchones y recientemente ha cambiado a bazar de mil artículos de esos que uno se pregunta para qué los querría nadie. Los ventanales que dejaban ver desde la calle la exposición de somieres y artículos relacionados ahora están cubiertos de arriba a abajo por estanterías abarrotadas de cachivaches que, por lo que se ve, se ofrecen siempre rebajados.
    Estos ventanales tienen una repisa exterior bastante apropósito para sentarse, y teniendo en cuenta que la parada del autobús está justo al lado era habitual ver allí gente apalancada. Los nuevos dueños (o arrendatarios) no ven bien que haya nadie que estorbe la vista de los productos exhibidos y han decidido poner carteles en las cristaleras. Y este es el mensaje impreso:
    Prohibido sentarse aquí por favor.
    Las negritas son suyas, las cursivas mías. Maravilloso letrero que tanto dice sobre la condición humana. No quieren que nadie se siente para que el paseante pueda ver en su supuesta plenitud el prolijo contenido de los anaqueles, por eso el primer impulso es el de enfurruñarse y prohibir; es mi tienda y puedo prohibir y prohíbo, punto. Pero, claro, hay, por lo menos, dos factores a tener en cuenta. Primero, que prohibir está feo, es antipático. Segundo, que no está claro que el que ha puesto el cartel tenga el derecho de impedir que nadie se siente ahí, en el reborde del ventanal, que no deja de ser parte de la vía pública.
    Por eso, en un “segundo pensamiento”, ha añadido ese por favor, ya sin negritas, como hablando más bajito, queriendo rebajar la tensión, como si se hubiera arrepentido del exabrupto y quisiera desactivarlo antes de que explote en forma de reacción airada del público, que siempre es soberano y también posible comprador.