martes, 9 de septiembre de 2025

Humilde vanidad

    En el “Libro del desasosiego” el narrador comenta, con ironía, que las grandes melancolías requieren ciertas circunstancias sociales, un ambiente de comodidad y sobrio lujo. Pone el ejemplo de Chateaubriand (pensando en Chateaubriand me había salido Fountainableau) y luego añade: no tardé en acordarme de que yo no era vizconde, ni siquiera bretón.
    No, no lo era; Bernardo Soares, el narrador, era ayudante de tenedor de libros en Lisboa (y Pessoa, el autor, traductor de correspondencia comercial) y parece evidente que tiene más mérito escribir en sus circunstancias que en las del vizconde Chateaubriand. Sin embargo, vizconde y todo, Chateaubriand tuvo una agitada vida económica, siempre endeudado y peleando con los editores para sacar rendimiento a sus obras literarias. He escrito esto porque tenía pendiente contar esa anécdota y porque en seguida voy a traer otra del propio Chateaubriand sobre la vanidad.
    Hay un desajuste de significado con la palabra “vanidoso”. Cuando se lo llamamos a alguien lo que le queremos llamar es “muy vanidoso”. Vanidosos, a secas, somos todos; nadie carece totalmente de vanidad. La vanidad es una parte del amor propio y de la autoestima. Todos somos más o menos vanidosos y lo que hacemos, en general, es fingir que no lo somos. Aunque a menudo nos delatamos. Como cuando decimos: Ya lo sabía, es lo que yo dije.
    Chateaubriand le cuenta una vez, en una carta, a Madame Récamier que no se merecía los elogios, a él, que se publicaban en los periódicos: así lo creo sinceramente veintitrés horas de las veinticuatro que tiene el día; la vigésimo cuarta está consagrada a la vanidad, pero no resiste mucho y pasa pronto. En la coletilla le quita toda la contundencia a la frase pero coincido con él. Como objetivo estaría bien; una vanidad sanadora, sin pavoneos, de una hora al día. Esa sería toda una humilde vanidad.

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